lunes, 14 de abril de 2008

amores de acuarela


Angeek dijo que alguien había dicho que: "el amor es el mayor refrigerio de la vida" y luego invita a pintar una acuarela. La suya es la de dos cuerpos yaciendo en la cama.


Amores de acuarela, romances de légamo,

sinuosos como áspide

tendidos de manera

que el pensamiento se sofoca

en el recuerdo de tu boca

que nunca pudo decir

quédate


Un abrazo de Acuarela.

lunes, 26 de marzo de 2007

El castigo de Fidencio

marzo 04, 2007



Historias Mexicanas
Por Avelina Rojas
Bajo la luz de la lumbre, la cara de Findencio era la de un maldito. Estaba alerta aun durmiendo, y cuando sonreía uno no sabía si se estaba burlando o si deveras estaba contento. Yo podía darme cuenta cuánto gozaba al enfriar al enemigo, tirotearlo frente a un paredón o colgarlo bajo las ramas de un árbol y eso me enojaba un poco.
Por orden de mi general Raygoza llegamos a Los Huizaches, una hacienda que daba miedo por estar maldita. Desde lejos no vimos ni un alma y llegamos a paso tranquilo, pero algo me decía que las cosas no estaban bien, de esa hacienda nunca salía nada bueno y mi corazonada se cumplió.
Andébamos buscando comida y los animales estaban muertos. Don Matías Rodríguez dicen que dijo, Son míos y no lo serán de nadien más y fue matándolos uno a uno, de un balazo en la cabeza. Eso debió haber pasado hace días, pues el aire cargaba el tufo podrido de los corrales y las moscas nos acompañaron desde de la entrada. Ese don Matías era uno de esos que le teníamos ganas, pero por orden del general Raygoza nunca lo tocamos, usté sabe que lo que dice mi general es ley, sí señor.
Pero esa tarde recibimos la istrusión de atacar Los Huizaches y no sabe usté el gusto que le dio a la tropa, especialmente a Fidencio Santos, quien había sido peón de don Matías.A Fidencio le gustaba estar azuzando a las criadas y una vez que don Matías lo sorprendió besando a Linda Azucena en el porche le dio un cachazo de rifle en la cara y le gritó, Óyetelo de una vez, todo lo que hay aquí es mío y ningún tarugo como tú va a venir a quitármelo. Fidencio salió huyendo espantado como una gallina. Don Matías se llevaba la mira del rifle al ojo y ponía en su cara la mueca con la que lo iba a matar.
Fidencio ya no es el mesmo desde que atacamos Los Huizaches. Si le dijera que nomás cumplíamos órdenes, a lo mejor, o a lo peor se nos pasó la mano porque nos tiramos a la carga sin darnos cuenta de que lo único vivo que había en las habitaciones eran las criadas y sus hijos. Matías Rodríguez y su familia se habían largado ya. Se llevaron sus tesoros y dejaron una matazón de reses imposible de enterrar pues eran muchas y la tropa estaba cansada, así que tuvimos que apilarlas y prenderles fuego. Pero antes de eso, lanzamos un cañonazo a la torre de la capilla, y como no le atinamos bien, cayó sobre los techos de los galpones, Ah, cómo serán de bestias, dijo mi general. Rodeamos la hacienda y entramos a las habitaciones echando bala. Cuando nos dimos cuenta pos ya estaba muerta la muchachita.
Una de las sirvientas, a la que Fidencio luego reconoció como Linda Azucena tenía a la niña abrazada, qué cuerpecito tan inocente, la sangre se le estaba secando y había una nube de moscas que revoloteaba encima de la cabeza, era un bulto con dos piernas que se balanceaban al momento que la madre se movía saltando como una bestia, con los ojos relampagueantes, el pelo pegado a la cara, corriendo de un lado a otro sin hallar por dónde irse. De pronto se detuvo frente a nosotros, nos miró fijamente y caminó sin miedo.Con esa mirada hosca la mujer le dijo a Fidencio, Era tu hija.
A Fidencio, el más desalmado de la tropa, se le apagó el habla, se le doblaron las rodillas y se le arqueó la espalda por primera vez, ansina nunca habíamos visto a Fidencio, por ésta. Le ayudamos a dar santa sepultura a la criaturita en los terrenos de la capilla. Se quedó viendo el cuerpecito por un buen rato de una manera en que no nos animábamos a decir nada, después no dejaba de llorar. Veíamos cómo Linda Azucena lo insultaba y él solamente agachaba la cabeza y se hacía más y más chiquito.
Ella agarró una tranca y empezó a golpearlo y a él le dolía, pero se dejaba, arrodillado, con los brazos sobre la cabeza tratando de protegerse, de golpe en golpe levantando la vista, como si llegara a un altar a pedir perdón. Nosotros nada más miramos, porque a veces el dolor sólo pertenece a los dueños y no se puede adentrar a él como si fuera de uno, así nomás, no señor. Después de un rato tuvimos que apaciguar a Linda Azucena porque si no, allí mesmo lo mata.Esa fue la única vez que asaltamos una hacienda sin llevarnos nada.
Allí mesmito le dijimos a las criadas que se quedaran con la tierra, que la labraran, que durmieran en esas camas doradas y sábanas blancas, que se sentaran a la mesa del comedor de los amos y supieran, por primera vez, lo que es comer como ricos. Pero no quisieron quedarse, tuvieron miedo que los federales vinieran y les tronaran también los rifles en la cara, y además hacer todo lo que los amos hacen no es el placer de los pobres, la verdá. Así que prefirieron unirse a la tropa, todas, menos Linda Azucena, la mujer que apaleó a Fidencio. Ella se quedó en Los Huizaches, sola y con su alma, y ya no la volvimos a ver.
Desde esa vez Fidencio ya no fue el mesmo. No hablaba, casi, ni limpiaba su rifle ni sus polainas. No dormía, dizque para hacer guardia, pero de por sí, ya no podía conciliar el sueño, y cuando esa noche nos atacaron, sus manos temblaron al momento de agarrar su sombrero.
Él fue el primero en irse a galope, se pudo ver las ancas de su caballo y el fuego que salía de las armas, iba disparando a ambos lados porque la hilera de federales ya lo cercaba y se le echaba encima.
Si no hubiera sido por los gritos de Fidencio que alertó a toda la tropa, los federales nos hubieran enfriado a todos. Fidencio se nos perdió de vista detrasito de la hilera de tierra que levantó su caballo. Nomás miramos las lumbreras de los pistolazos cayendo en un mesmo punto allá a lo lejos y el brillo de las polainas de Fidencio perdiéndose en una de las esquinas de una noche sin luna. Fue un encontrón disparejo. Fidencio seguía galopando bajo el reguero de balas. Su caballo cayó y él rodó por la arena del estero seco. Lueguito se levantó y siguió disparando. Su cuerpo se veía como el tronco de un árbol que rueda.
Luego no vimos nada. Desapareció tras las pezuñas de los caballos. Pero estoy seguro que él seguía disparando. En la oscuridad de la noche, el fuego salía de un punto, entre las espinas del monte. Cuando enterramos a Fidencio tenía la boca torcida. Muchos dijeron que era una mueca maldita. Yo creo que era una sonrisa, la que tiene un desgraciado cuando ha penitenciado su culpa y empieza a ver las estrellas del cielo que brillan para él solo.

En la línea de fuego

La destreza de James Douglas lo había convertido en un soldado cotizado, además, era considerado un mercenario profesional, meticuloso en su trabajo. Tenía un instinto gatuno para evadir la muerte, también había aprendido a evitar las dificultades que se suscitaban entre los soldados de la tropa cuando las envidias o la desesperación los hacía pelear entre ellos. En el fondo creía que esa era una guerra absurda, sin embargo concluyó, Eso que diablos me importa, yo con que haga mi trabajo y listo.
En sus ratos de esparcimiento platicaba con un indio yaqui y después en las noches soñaba con regresar a Wisconsin y ver a la novia que le había suplicado hasta el cansancio sentar cabeza, quedarse con ella, buscar un trabajo de ocho a dos y ser el padre de su prole. Tenía planeado buscar a la mujer menudita, hermosa y buena.
Pudo haberse alistado con los federales, como Warwick y Niels lo hicieron, pero le agradó la camaradería de los revolucionarios.Raygoza, al segundo día de conocerlo, lo trató como a un hermano, le golpeó la espalda con afecto y le dijo, Puede usted elegir a sus hombres que quiera, ah, añadió con malicia, también a sus mujeres, faltaba más. Pero no había entre la tropa ninguna que al nuevo soldado le gustara. Enjuntas de tanto moler maíz y chaparras por cargar los cántaros de agua, todas le parecían feas.
Algunas tenían los dientes picados y en otras los pies eran tan anchos como un galeón español, No, dijo, mejor me espero a Winsconsin.Douglas estuvo observando al pequeño yaqui con el que bromeaba y aprendía palabrotas en español. A Douglas le llamó la atención que fuera tan chaparro y tan flaco y que tuviera el suficiente coraje al andar entre la pólvora.
También se fijó que era astuto y podía realizar maniobras peculiares, como pasar, como gelatina, su cuerpo entre rocas, o ayunar durante días viviendo con unos cuantos sorbos de agua, o diferenciar en las yerbas del monte las comestibles, las venenosas y las alucinógenas.
Cuando le preguntó, Cómo te llamas, el indígena levantó los hombros y se quedó viendo al horizonte enmudecido. Un día Douglas le pidió que fuera su ordenanza y lo nombró Billy Hill.El indígena se sintió contento con su nuevo cargo y no le importó que su nuevo jefe el cambiara el nombre.
Estaba dispuesto a mostrar sus aptitudes. Tenía un olfato para encontrar agua en los desiertos y, además, nunca cuestionaba las órdenes que le daban.Douglas dudaba de la eficiencia militar de los soldados de esa tropa.
Hubo eventos que evidenciaron una conducta errática. La rivalidad los hacía pelearse entre ellos y abandonarse mutuamente en pleno campo de batalla sin recordar las reglas y, peor aún, había presenciado escenas en las que en el preciso momento de atacar, aventaban las armas y empezaban a correr como liebres asustadas a través del campo.Después de superar su enojo por tales actitudes, James Douglas se hizo a la idea de que estaba con un ejército improvisado, formado por campesinos, hombres que ayer estuvieron desherbando campos de cultivo y hoy tenían que disparar un arma.La ametralladora de Douglas era de manufactura especializada. Sus cañones estaban apoyados en un pesado trípode que se hundía cuando el terreno, mojado por las lluvias, se volvía fangoso.
Tenía que estar siempre pensando en el punto preciso para instalarse y prevenir las dificultades. Muchas veces las balas se atoraban en el interior y tenía que recoger el arma con la velocidad de un relámpago y buscar otro lugar para seguir disparando, o de plano huir de la zona de combate.
El día de la batalla entre las fuerzas de Raygoza y las de Navarrete estuvo lleno de sorpresas. Las nubes en el cielo del norte amenazaban con lluvia. Douglas no dejaba de otear hacia el horizonte. Estaba seguro de que esas pesadas nubes ocasionarían problemas. A Billy Bill le ponía nervioso el malhumor de su jefe. Sin embargo, estaba erguido y con el pecho duro, como una tabla. La pericia con que su Douglas manejaba el arma y el número de enemigos caídos en cada lapso de cartuchera era impresionante.
El ramillete de balas que la metralleta escupía era capaz de detener el avance de una numerosa tropa y diezmarla considerablemente.Por eso, ese día Billy Bill, a pesar de las injurias de su jefe, se sentía confiado, y hasta orgulloso de estar en esa posición. Nunca se imaginó que las condiciones se tornarían tan adversas que tendría que probarse, una vez más, lo poco que le importaba morir.Douglas, en cambio, estaba cavilando en suspender la acción. Las condiciones del terreno eran totalmente desfavorables y la ejecución sería un desastre. Pero el general Raygoza no tenía intenciones suspender nada, mucho menos por una simple nublazón, por más que Douglas se lo expusiera con frases mutiladas y manotazos al aire, La máquina se atascará con el agua, dijo apuntando al cielo con los dedos, Mire, amiguito Douglas, le respondió Raygoza, cuando tenemos al enemigo enfrente, nosotros le entramos, lluvia o no lluvia.Douglas no recordó haber sentido tanta furia hacia su general.
El nuevo desprecio parecía llevarlo a pensar que Raygoza no tenía la cabeza bien puesta esta vez, que por su culpa, él y muchos formarían parte de las bajas al terminar la batalla. Pensó de nuevo en su novia en Wisconsin y cómo le lloraría al verlo regresar en un ataúd. Se preguntó si su llanto obedecería a la frustración de una boda malograda, o a enfrentarse a un futuro de ausencias.La posición de la ametralladora era una meseta de terreno macizo, recubierto por el caparazón de una piedra gigantesca que estaba semienterrada. Billy Bill había hecho un excelente trabajo.
No solamente había encontrado el lugar adecuado, también camufló la meseta con densos arbustos y ramas secas. Pero las nubes seguían navegando hacia donde estaban ellos y pronto se desplomarían en un cortinaje de lluvia. El fuego empezó a cruzarse y el ejército enemigo arremetió en una estampida violenta sobre sus caballos. De pronto, la lluvia pronosticada se precipitó tupida, densa.
El enemigo ya se venía incontenible, bajo el golpeteo mojado del chaparrón. Douglas y Billy Bill abrieron fuego. El aparato dejó de funcionar y James Douglas maldijo de nuevo, pero esta vez la expresión de su cara denotó que algo muy grave había pasado, El cartucho, dijo, enojado, el maldito cartucho se trabó, Qué día para morir, dijo Billy Bill mirando al cielo con la cara mojada y un parpadeo nervioso. Esperó ansioso las instrucciones de su jefe. Al momento en que Douglas se levantara a correr, él haría lo mismo. Elegiría uno de esos matorrales y se volvería invisible.Douglas de súbito se quitó la gabardina y se la tendió a Billy Bill, se tiró al piso, se arrastró dentro del enjaretado metálico de la maquinaria y dijo, Tápame, y cuando lleguen a unos cincuenta metros me avisas.
Las manos de Douglas se movían nerviosas en la oscuridad. No tenía otro remedio que tratar de destrabar el mecanismo a tientas, lo había hecho muchas veces, pero ahora lo tenía que hacerlo a ciegas, en el oscuro hueco de la gabardina. Destapó el mecanismo y sacó el cartucho quemado y esperó que la voz de su ordenanza le diera la señal, pero no oyó nada más que el galope masivo de la tropa que se acercaba. El silencio le pareció interminable cuando la tierra cimbraba bajo las pezuñas de los animales. Puso el artefacto de nuevo sobre el trípode y en ese momento se imaginó que Billy Bill había echado a correr muerto de miedo por el monte, Son of a bitch, murmuró en el silencio angustioso del hueco de su impermeable.
Creyó que había sido un gravísimo error haber confiado en Billy Bill. Luego, la voz clara y sin matices interrumpió abrupta, Fuego. De un manazo, Douglas echó al lado la gabardina y de su arma salió una desaforada lluvia de balas que derribó al enemigo al momento en que éste cruzaba la franja de los cincuenta metros.
La alegría del triunfo se vio ennegrecida por un pesado desaliento. Billy Bill yacía muerto en el suelo. Su cuerpo aún estaba caliente y salpicado con barro y sangre. Sus ojos quedaron muy abiertos y continuaron así, por más que James Douglas le jaló los párpados para cerrárselos.En un honroso funeral, la tropa dedujo que Billy nunca cerró los ojos para no perder de vista al enemigo.Ahora, el mal humor de Douglas era incontenible.
Le pareció que un manotazo de mala suerte lo había tocado. Era inoportuno que su asistente se muriera cuando todavía juntos tenían caminos por recorrer. Todavía tenían que celebrar la lealtad que ya los unía y que los había salvado. No era tiempo de morir, ahora que le debía una disculpa por haber dudado, qué vergüenza le daba haber menospreciado a ese fakir terregoso, y cómo le haría falta el resto de la contienda.
Lo que después sintió fue algo singular, difícil de entender con la simpleza de la razón. Debió haber sido por la excitación de los sentidos, o el aturdimiento que causa la conmoción de los sucesos. El hecho es que James Douglas escuchó la voz singular de su asistente, le pareció percibir la frase que tanto le repitió cuando se la enseñaba, Güero pendejo.

miércoles, 21 de marzo de 2007

ENRQUETA Y EL GENERAL

La mujer de al lado se llama Enriqueta Martínez López. Es la hija más joven del general Cástulo Martínez de la Fuente, quien peleó con las huestes de Álvaro Obregón en 1915 derrotando a Francisco Villa en Celaya.
Todos en este vecindario respetan a Enriqueta porque se sabe que pertenece a una familia notable. Su casa está ubicada en una de las esquinas donde el busto del General escupe destellos negros en un mediodía llameante. Al pasar por allí la gente le rinde homenaje con una inclinación leve de cabeza, y de vez en cuando alguien le pone una flor sobre la pequeña loza de mármol donde está asentada la figura de bronce.
Este es uno de los barrios más antiguos de la ciudad, escondido en una madeja de hilos viales. Las casas tienen algunos muros carcomidos por el tiempo. Se puede percibir el perfume de los jazmines en los patios bien cuidados, la candidez plácida que tienen sus pérgolas y el agua borbotando de sus fuentes.La mansedumbre de las fachadas contrasta con la gran agitación que experimenta Enriqueta dentro de su casa. Se pasa las noches sin dormir porque tiene miedo a quedarse muerta en el sueño. Pero el temor que la atormenta no es el de morir precisamente, sino la morbidez que tendría que experimentar una vez que ha dejado de respirar, la descomposición blanda de su cuerpo, el palpar una soledad absoluta, sin tiempo, dentro de unas paredes mudas; el ser incapaz de proferir ningún nombre, de exigir la presencia de ningún criado, de mirar a través de la ventana para llamar la atención del primero que pase y voltee a venerar a su padre.
Por eso ella no duerme.Enriqueta se levanta por las mañanas aunque, en realidad, ha estado de pie toda la noche, y pasea por los rincones de la casa. Va a la cocina y se sirve leche en un vaso pero el lácteo se cuaja en un abrir y cerrar de ojos y ella decide vertir todo en un trasto y dejarlo en el piso para que el gato se lo tome.
Pretende regresar a su cuarto con la determinación de dormir. Sí. Esta vez sí dormirá, y para ello tiene que pasar por el corredor, un largo galerón cuyos muros están cubiertos con fotografías en sepia: sus padres al momento de casarse, su madre cargándola en brazos, ella misma con un sombrero almidonado sobre la cabeza, sentada en las piernas del General; y la foto donde está cumpliendo quince años, con los cachetes inflados al momento de apagar las velitas insertadas en un pastel.
Sus pasos son frágiles. Camina a lo largo de corredor prendiendo y apagando focos. Se levanta el camisón porque no quiere tropezarse y caer de bruces sobre la escalera cuando sube al segundo piso. Escucha que el gato ha llegado maullando, atraído por el olor cuajado de la leche. El silencio es tal que se escuchan las pisadas del felino. Carece de unos ojos para ver pero su cuerpo se desliza con pulcritud y precisión, y parece aprobar, en la oscuridad, el ambiente de polvo y telarañas que cubren las esquinas.
Enriqueta recuerda cuando escuchó el último maullido de un gato. Fue hace ya mucho tiempo, cuando su padre en un acto senil, pensó que el animal era el enemigo en trinchera. Con sus pasos de calaca viva, el viejo fue por el revólver que guardaba en un cajón agrietado y al regresar a donde estaba el gato le apuntó con una azarosa puntería, echó un alarido de guerra: "¡Viva Obregón!" y con un cañonazo de revólver, le destrozó la cabeza al felino. El viejo quedó temblando con una exultación triunfal, y no se movía por más que los criados le empujaban hacia su habitación, hasta que Enriqueta llegó y con una voz que no admitía réplica, le dijo: "ya está mi General, ahora váyase a rendir cuentas".
Casi al terminar el pasillo, la foto más cautivadora es la de una mujer de piel blanca y boca chiquita, con un cierto parecido a Enriqueta pero con más sencillez en su porte. Trae un vestido de manga larga, de seda amarillenta y grisácea que remata en unos encajes en el cuello. Su pecho está abotonado escrupulosamente, y el cabello recogido en un molote. Esa es doña Enedina López de Martínez, su madre. Enriqueta recuerda haber escuchado su voz tan nítida como el sonar de las campanas de la iglesia, o como el chapoteo del agua cayendo en chorros de la fuente. Conforme Enedina López fue envejeciendo su hablar se tornó quebradizo y chillón. La última vez que Enriqueta la escuchó fue sólo para oírle suplicar: "vete de esta casa, mi niña, no te sacrifiques..." Sus ojos son lo único que brilla en la foto de papel mate, y sus manos unidas conservan la fina dignidad sumisa que siempre la acompañó.
Fueron sueños los que le hicieron volver a una realidad fragmentada en cristales invisibles. Era verdad o se lo imaginaba, que estaba todavía en esa casa después de haber pasado tanto tiempo, sin dormir... Los entornos parecen inmutables: la ventana enrejada, el zaguán oxidado, el arco que da a la puerta principal y el pequeño caminito donde los pies comunes truenan sobre la grava hasta llegar a donde se encuentra la figura del general Martínez, un hombre respetado en público pero temido en la oscuridad de la alcoba; y, objeto de una burla discreta en la intimidad del hogar.
Al subir la escalera y tras revisar los rostros de la familia, Enriqueta regresa a su habitación donde tratará una vez más de acomodar las almohadas para dormir. La luz del amanecer rebota en los cristales de la ventana. Ha decidido que un poco más de tiempo frente al ventanal no le hará mal, puesto que pronto empezará el desfile de gente que le rendirá homenaje a su padre.
El gato ha terminado de tomar la leche en la cocina y sale rozando su cuerpo entre los marcos de la puerta que da al jardín.Empieza la bullaranga en la calle; son muchos rostros distintos -empero- tienen algo en común: caminan deprisa y voltean todos a mirar la figura del General. Conocen su historia. Lo conocen a él como un hombre público, un héroe. Su familia quedó en el olvido. Sólo Enriqueta parece existir, a veces, cuando se le ve frente a la ventana vestida con un camisón de dormir, tratando de no morirse, haciendo que el tiempo le alcance para posarse frente al cristal. No da entrevistas ni habla con nadie. Sólo los criados pueden verla.
La última vez que ellos abrieron la puerta de su habitación la encontraron muerta con los ojos abiertos, mirando al general a través de la ventana.La casa fue metiéndose en el sopor de muchos días que parecieron siglos, insertada en una sección de la ciudad que se convirtió en el centro. La maleza invadió los jardines. Las raíces de la hiedra y las higuerillas rompieron los cimientos de los muros que dan hacia la cocina. El pasamanos de la escalera se resquebrajó por la aridez del aire encerrado.
Afuera, en medio de un bullicio de ciudad en crecimiento, las palomas en pleno vuelo cagan sobre la cabeza del general.La mujer de al lado, Enriqueta, sigue allí, frente a la ventana. Desde aquí se ve un encender y apagar de luces. Algunas noches, por más que el silencio aplaque cualquier ruido, es posible escuchar sus pasos recorriendo los pasillos y el maullido de un gato sin cabeza buscado leche.

sábado, 10 de marzo de 2007

LA HIGUERA

Narrativa

A John Reed, Fernando Benítez y a John Kenneth Turner.

Las pupilas de la anciana, bañadas con una sombra gris, se sumergen bajo los pliegues de los párpados. A cierta hora del día la vieja se levanta, camina con la tirantez de la artritis a la ventana y le pide al indígena yaqui que la siente en la mecedora. Allí ella se quedará inmóvil sin quejarse de los gases tóxicos ni del tráfico infame. Después abrirá los ojos, mirará al silencioso Nacho Bajeca y musitará, como si rezara, Animales de pelaje negro, flores con pétalos anaranjados, minerales rojos, pieles oscuras y blancas, afuera está la locomotora, no la ves, le pregunta a Bajeca, y él sin consentir ni disentir, la mira con un gesto apacible. Ella no espera respuesta alguna porque está acostumbrada al silencio de su acompañante y continúa en forma de letanía, Allí viene el tren, con su faro de luz comiéndose las vías a su paso, estaciones y terrazas pasan por la ventana, ay, esos hombres soldaditos de trapo dónde se habrán ido esas almas.

En la cocina las cazuelas cuelgan de la pared y las ocho sillas del comedor acompañan un pichel vacío. La humedad se ha comido las columnas y una parte del techo está a punto de colapsar sostenido apenas por unas torcidas vigas.

Los muebles del despacho del general Navarrete han estado cubiertos y unos tablones sellan las ventanas. De una esquina lóbrega sale un murciélago aleteando con vigor. El polvo se sedimenta sobre los muebles creando un ambiente de soledad. En el patio el agua estancada ha gestado lirios y el tejado se ha cubierto invadido por las ramas acuáticas.

Limones ha crecido y la hacienda, rodeada por los faldones del valle, se mantiene al margen de la modernidad. A un costado de la casona el estallido de mil voces infantiles mantiene las mañanas en vilo hasta que la escuela se cierra al último toque de una campanilla. Hay carros que circulan con un alarido de corneta acatarrada, tiendas departamentales, pequeña fondas para los trabajadores de turno. Paralela a una de las avenidas un ingenio azucarero agoniza abandonado, en un lomerío de hojalata y herrajes.

Ana Corina Lugo quiso quedarse aquí el resto de sus días.
Allá atrasito de las lomas ya no hay nada. Los sembradíos de garbanzo y las lejanas colinas se convirtieron en empedrados y edificios grandes. Desapareció el tren que una vez trajo a Ana Corina a estos parajes. Existió el tiempo en que el capitán Navarrete le sobaba la cabeza y le apretaba la nuca. Ella se dejaba llevar por la mano que la jalaba y eso le hacía sentir como una mosca que cae en un vaso de agua por accidente.

Por esos días nunca se lo hubiera cuestionado. Lo esperaría contra tiempo y ventisca, aun en las horas en que sentía odiarlo. Al pasar los meses y no tener noticias, esperaba el momento íntimo para reclamarle, ese tiempo dedicado a ella en que se pudieran extrovertir la furia y el deseo acumulados. Lo extrañaba y, al mismo tiempo, trataba de separarse de la mano que la jala y le frota la nuca.

Es la primera vez que Ana Corina Lugo está en el salón y se entretiene escuchando la música. El gordo pianista se ha puesto el mismo traje percudido de siempre y la papada le cuelga sobre el cuello de la camisa. Su expresión se ha vuelto solemne al tocar Las Noches Sin Ti, y, en su arrobo, su expresión es la de un mártir pensando en algo amado y distante.

Ella se pregunta si realmente el pianista se siente triste, si estará mirando el resplandor de los faroles estrellándose contra la calle, las banquetas y las cornisas sin un alma, sin tranvías, ni mulas. Sin coches, ni perros. Sin gente, ni cacas.

Así estaba el pianista, arrobado. A una mirada de la dueña cambió de ritmo. Sus manos brincaron sobre las notas, cabalgando con furor sobre una melodía que había aprendido en Nueva Orleans, en una tarde de cantos negros, cuando se entregaba al alcohol y a la soledad. Noche, música y soledad eran sus únicas pertenencias.

Los rincones alumbrados por los quinqués despiden una luz ambarina revelando los perfiles de los rostros. Los ojos con las horas se van envileciendo en marismas de alcohol. Allá está ella, muchacha lozana, apenas cruzando la frontera que separa la niñez de la adolescencia, con ese aire lánguido, desamparado, mirando al pianista, porque posar los ojos en otra cosa le causaría vergüenza. Estamos hablando de un alma ajena a los placeres mundanos, cuya única malicia es querer hacer lo que hacen las demás mujeres con quien ha crecido.

Sin embargo, ahora que está allí prefiere mirar al pianista, ver esas manos que recorren el teclado como mariposas en vuelo y la transportan a otro lugar, cuyo nombre se asemeja al movimiento ondulante de las aguas del lago. Finalmente en ese salón donde impera el vicio, Nuevo Orleáns es el único lugar donde ella se siente a salvo.
Al pianista se le humedecen los ojos cuando toca. Afuera, las gotas de lluvia caen con fuerza sobre los toldos y hacen un ruido grosero, mientras que la música teje en alrededor de Fandel Ortega un halo de nostalgia.

Por acá están los dos caballeros vestidos con sus finas galas, con las uñas limpias y los zapatos relampagueantes. Los dos suelen jalarse el bigote, un acto que está de moda entre los hombres fuertes del ejército. El coronel Augusto Navarrete, asombrado, exclama, Qué hace ese bombón en este burdel, Ah, ella, dijo Méndez, Ana Corina, intocable, es la sobrina de Zola, ni te emociones.

Buenas noches, Madame, dijo Navarrete, gracias por la invitación, Es un honor, caballeros, contestó Zola, ya saben que siempre serán bienvenidos, qué van a tomar, De seguro que tienen un buen tequila, mencionó Méndez con tono irónico, El mejor, caballeros, afirmó la Madame y aplaudió con delicadeza para llamar la atención del cantinero.

El cónsul inglés, cruzó el salón con un ligero temblor en las rodillas, a sus años, con esa seriedad que cargaba como si fuera un bulto de cemento. Se detuvo para limpiar el cristal de sus lentes. Dudó un segundo. No quería ponérselos de nuevo y parecer más serio de lo que ya se consideraba. Sin los lentes sus ojos estaban al desamparo, tristes y, cosa peor, cegatones, Es un placer, señorita, madame Zola me ha hablado mucho de usted.

Ana Corina alzó la mirada, Un placer conocerlo, dijo y le dio la mano, él la recibió con agrado, era una mano menuda, relajada, El placer es mío, señorita, los dos ojos se encontraron, pero ella no pudo soportar la intensidad de esa mirada que se despojaba de timidez y le caía encima como águila cazadora. El pianista había terminado su ronda, puso a funcionar un fonógrafo y le ordenó al cantinero un vaso de whisky.

En la noche, tras el cerro de matorrales tiesos las luciérnagas vuelan fosforescentes. Se juntan en pleno vuelo formando una silueta humana que más bien parece un fantasma aproximándose al camino. La nube rutilante se disemina en el aire, sobre los abrojos, dejando una sensación de quietud y magia. Hay un olor a yerbabuena que sale de los mechones roñosos de la vereda, la niña Ana Corina va a escondidas, caminando por un sendero áspero de matorrales, parece volar al ras del suelo, No te quejes nunca, le habían dicho, la tierra es húmeda y fresca. La tierra, en su totalidad, es la casa del indio.

Un día, cuando afuera todo estaba gris y la bruma caía con su capa húmeda sobre las techumbres, se escuchó el ruido que hacen las ramas cuando alguien las atraviesa, chasquidos de hojas y tallos torcidos. Los cascos del animal se clavaron en el terreno blando dejando una hilera de huellas. La madre se asomó por la ventana para divisar al hombre marcharse, y ya la sombra se alejaba tras los árboles, balanceándose sobre el lomo del animal que trotaba por las orillas blancas del camino.

Lo vio acomodarse el sombrero, persignarse. El esposo de Rosa, padre de la niña, se jaló las puntas del bigote, como solía hacerlo cada vez que quería darse valor, que no falle el viejo máuser, ni que la mula se acalambre a la hora de la hora. Luego se escuchó el cantar de los gallos y el cacarear de las ponedoras.
La niña, Ana Corina cuando jugó más tarde por la vereda vio las huellas del animal y se sintió triste.
Cuántos días esperó Rosita. Abrió la puerta desvencijada al oír el trote de un equino por el camino, y la niña preguntó a la madre, Cuándo va a venir, y Rosita dijo, Ese tu padre se acordará alguna vez que tiene familia. A lo que la niña respondió, Extraño mucho a la mula.

Rosita lavaba la ropa en las márgenes del río, hincada sobre los vados apacibles y solitarios, absorta, observando las corrientes que traían toda la mugre de otros pueblos. Un día ella abandonó sin vacilaciones el montón de ropa que tenía apilada. Corrió hacia la casa y se enfrentó a un jinete quien, junto a la puerta, maniobraba las riendas para contener los bríos de su caballo.
El soldado saludó brevemente y le entregó un sobre lacrado con los sellos del gobierno, Y esto qué es, preguntó ella cuando extendió el brazo. El gesto del soldado era incuestionable, jalaba las bridas de su caballo mientras saludaba a la usanza militar, Es de la Federación, señora, tómelo usted, Pero dígame qué ha pasado con mi señor, suplicó ella. El soldado no respondió. Entregó la carta, se montó y espoleó al animal alejándose por el camino arenoso del río.

El documento era extenso, un legajo de condolencias, palabras incomprensibles para la analfabeta Rosita, quien no tuvo que leerlo para saber de lo que se trataba, el silencio del mensajero y el tiempo que transcurrió le hicieron entender la suerte de su marido. Enrolló la carta y la metió en la hornilla para el fuego, Tu padre murió, dijo con el mismo tono de voz con que anunciaba cuando iba a llover.

Le puso sal a los frijoles, caminó al fondo del patio y aventó los últimos granos de maíz a las dos gallinas que picoteaban el suelo.
Pasó que madame Zola intuía que su negocio estaba en peligro debido a los repentinos cambios de gobierno. Las notificaciones oficiales llegaban todos los días a las puertas y no había tolerancia para nadie, el Presidente se estaba mostrando inflexible, era un tiempo de reglas inquebrantables, leyes recién nacidas, ejecutadas con músculo hercúleo.

Dónde está López, Preguntó el Secretario de Gobierno, No ha llegado, Señor, contestó Urquídez, También estamos esperando a los legisladores, no es cierto, preguntó con malicia, Desde luego, dijo Urquídez, tenemos muy en cuenta que el señor Presidente rechazaría cualquier cosa sin ser aprobada por ellos, Es solamente un requisito de rutina, los congresistas aprobarán cualquier cosa, siempre y cuando venga del Presidente, sin embargo, señor Secretario, la presencia de los legisladores es necesaria, no podemos iniciar nada sin ellos, el Presidente es cuidadoso en tomar consenso, ya sabe usted que en un gobierno democrático es una de las reglas de oro, Claro que sí, aunque no todos están contentos, los rebeldes todavía no dejan las armas por completo, parece que quieren que el país viva muriendo, López ya llegó, permítame usted, y si por mientras quiere un café, tenemos el mejor de Veracruz, por supuesto.

Zola se paseó por la habitación. Había fumado bastante toda la noche, sintió la voz más cavernosa que nunca, la garganta dura y rasposa como una piedra pómez. Por la ventana los ruidos de la calle dormían, la tenue luz de los candiles entraba sesgada y se estrellaba contra el tocador. Tomó otro cigarro de una cajita. Los dedos bien cuidados sujetaron el tabaco y le prendieron lumbre. Los ajados labios presionaron la boquilla y sus ojos se achicaron tras el humo.
Sus pensamientos le tendían un pasaje a un laberinto negro de preocupaciones, estaba indignada con el trato que a últimas fechas estaba recibiendo de los oficiales de alto rango, El Presidente decreta leyes como si estuviera tirando bolo, había escuchado comentar, y después se enteró, por medio de la prensa, que los antros de la ciudad tendrían que cerrar por mandato presidencial, Pero cómo es posible, en qué están pensando, exclamó alarmada. La casa de juegos, objeto de orgullo, representaba la culminación de todos los años de trabajo, no se atreverán.

El dueño de El Piste había contratado a un pianista, a quien no le importaba tocar a cambio de comida y un catre que le dueño le había asignado en la bodega. Había sido un trato injusto para el músico y hubo un momento en que ella sintió que su desprecio por el dueño se había acrecentado. Sin embargo, esa noche Fandel Ortega tocó como el más feliz de los hombres y abarrotó el salón con la alegría de su música.

Las apuestas esa noche se triplicaron. El dueño había invitado a la mitad del pueblo con la promesa de darle la mitad de sus ganancias esa noche en caso de que se aburriera.
El pianista dejó de tocar a la señal del dueño, en el ambiente no se escuchaba nada, ni aun el vuelo de una mosca. Los clientes, excitados por el alcohol, empezaron a apostar y a gritar. La teñida pelirroja se levantó las faldas hasta la cadera, abrió las piernas y dejó caer la primera gota, calculó la distancia y soltó el chorro con que fue llenando la botella. Los clientes enloquecieron en el proceso y en ese momento explotó la música del pianista.

Desde la tarima, Zola lo buscó con la mirada y le preguntó si se sabía Las Noches Sin Ti, él contestó con un rápido giro de manos y tocó la pieza una vez, y otra, sin dejar de mirarla, con una alegría nueva, pensando en que estaría bien invitarla a pasear, comprarle unas flores, un día de éstos, cuando la jornada nos respete y podamos ser gente normal a la luz del sol, pensó. Cuando Zola empezó a darle vueltas a la idea de empezar su negocio propio, sin pensarlo más, tomó sus cosas y se fue a la Ciudad. Buscó a una maestra y aprendió a hablar con corrección. Después se dio cuenta que la elocuencia no sería suficiente y tomó clases para adquirir los modales de la gente adinerada.

A Zona le enfurecía el moralismo que la satanizaba. Había aprendido a repeler las críticas con impresionante lógica, Esta es una casa de juegos, las muchachas no son putas, son cortesanas, escúchenlo bien, repitió, cortesanas, son chicas sanas y corteses, por eso se llaman así, además están entrenadas en diferentes especialidades, saben de masaje, de vinos, de filósofos. No son cualquier mugrajo de la calle, no señor.

A Brian Hudson nada le parecía más gratificante que estar con madame Zola después de las encerronas en su oficina. Cada vez le parecía más insoportable el tener que apaciguar a sus airados paisanos. En esos días el pánico financiero era el tema diario en los periódicos. Los inversionistas extranjeros temían grandes pérdidas. Era una época de transición, él lo sabía, una brecha histórica que no había cerrado sus puertas a la violencia. Se precisaba la adaptación que tienen los gatos a la oscuridad para estar en un lugar cuyo estado de derecho se construía a balazos, y las decisiones fundamentales se tomaban en las cantinas.

Con el general Méndez, por ejemplo, el cónsul Hudson estableció importantes acuerdos en torno a la inversión privada, en el furor grosero de una cantina, apestosa a coliflor rancia y cebollas podridas, No es acaso la industria la base del progreso de un país, preguntó, olvide el campo, General, lo que sacará al país adelante serán las tecnologías, las máquinas, la precisión, la ingeniería, todo eso que tenemos nosotros y que podemos brindarle en cualquier momento, sería imposible para el país pasar a esa modernidad deseada sin la inversión privada, no es así, Generalísimo, interrogó incisivo.

Estando de nuevo en su oficina y temiendo que el general Méndez se hubiera olvidado de todo lo platicado, el Cónsul le llamó por teléfono unos días después para preguntarle si todavía estaban en lo dicho. El General no solamente recordaba los detalles de los acuerdos, también tenía un acta para legalizarlos. Así era de fácil con Méndez.
En cambio, con este viejo nunca se sabe. Unas veces está de buenas y otras mata con el frío glacial de sus ojos y su mano desdeñosa. El Viejo no cede. Sin embargo, sin ser un vicioso como Méndez, tiene el temple duro de los mexicanos en el hacer política, aseveró el Cónsul.

Zola estuvo varios días meditando sobre su nueva situación. De alguna manera tendría que proteger a la muchacha de las calamidades de la vida, pero también pensaba en la resolución que tendría que darle a sus finanzas si no quería verse en la ruina, Mi sobrina no vendrá más a este lugar, le dijo al Cónsul, no es bueno para ella, sin embargo, si usted desea verla otra vez, podrá venir a nuestra casa a comer, además será un honor tenerlo como invitado especial, señor Hudson, Estaré más que encantado, Madame.

En esos días Hudson se encontraba nervioso, con las presiones del trabajo, los salvoconductos y las quejas contra el gobierno. Lord Hamilton había estado en su oficina más de diez veces en los últimos cinco días, consternado por los cambios tan vertiginosos en el país, Sorry to bother you again, but the situation is becoming unbearable, Mr. Hudson, es hora de apretarle las tuercas al gobierno, You are correct, Lord Hamilton, tengo una relatoría de sus posesiones en Veracruz, No son solamente las mías las que están en peligro, señor Cónsul, mal haría Gran Bretaña en velar solamente por mis intereses.
El cónsul Hudson sintió la acidez de este comentario, pero supo conservar la calma limpiando los cristales de sus anteojos, Con mucho gusto hablaré de nuevo con el Presidente, intentaré negociar los porcentajes, lo haré inmediatamente, se lo aseguro, Espero que así sea, señor Hudson, por el bien de todos.

Después de una llamada persuasiva hubo una carta, from the Prime Minister, isn't it, preguntó Hudson al secretario, Yes, Sir, Same message, Same, escuche lo que dice, Le ruego que me mantenga informado de cualquier cambio del gobierno mexicano en cuestión del petróleo que pueda afectar los intereses de los ciudadanos ingleses.

Bien sabe usted que este gobierno hará todo lo posible por mantener a nuestra empresas con la misma operatividad de siempre, mientras el gobierno de México no encuentre inconveniente en ninguno de nuestros acuerdos. Por ello ha sido de gran sorpresa la indiferencia que han mostrado los funcionarios a los problemas de los empresarios ingleses.
Le ruego que tome cartas en el asunto de inmediato.

Apreciamos la valiosa labor que realiza a favor de nuestro país, Thank you.
Esta guerra estúpida nunca se va a acabar, dijo el Cónsul refugiándose en la pila de documentos sobre el escritorio.
Frente al ventanal prendió un Savannah, corrió las cortinas para ver de nuevo las calles de la ciudad, sus grandes avenidas arboladas y el trote de los caballos jalando coches. El conductor de un Ford sonó el claxon frente a un hombre que llevaba una carga de gallinas. Fue tanto el susto que el peatón soltó las aves y éstas volaron espantadas en medio de un cacareo frenético.

Más allá, Hudson avistó un mercado donde los comerciantes indígenas exponían sus frutas y verduras en el suelo, Esto es México, dijo ensimismado, con el rostro apaciguado, cubierto con el humo del cigarro, Una realidad donde todos los mundos caben. Es posible ver un flamante auto alardeando el progreso, y en el mismo instante, una recua de burros cargando cántaros sobre sus lomos, agobiada por los azotes de los arrieros.

Se encaminó a donde Zola con un espíritu rejuvenecido, esperando que Ana Corina estuviese contenta. Estaba consciente de que tras esa capa de maquillaje y joyas había una niña. Con un poco de calma y paciencia, pensó, ella le ofrecería los dulces jugos de la pasión. Por fin vio sus ojos cándidos y sonrientes puestos en el regalo, No se hubiera molestado, le dijo ella con una voz que él consideró tierna.

Hudson esperaba un momento lánguido, en el que sucedieran todas las cosas, incluyendo ese beso que tanto había imaginado. Deseaba que ella le respondiera con la intensidad de un tornado. En cambio, se mostraba como un animal rendido, dispuesto al sacrificio. Tenía la mirada lejana y el alma salvaguardada en algún resquicio del universo. Fue un par de segundos en los que no pasó nada. Ella levantó los ojos con una expresión desconcertada, y él dijo con tono grave, No, así no.

Al fin se despidió con un ligero beso en la mejilla y un afectuoso apretón de manos, buscó su bombín, asió el paraguas y salió sin decir cuándo la vería de nuevo. El caminar por las calles de la ciudad tuvo un efecto mitigante, pasó frente al vibrante mercado preguntándose mil cosas y haciendo otras mil conjeturas. Se sentía ridículo junto a ella. Se pasó la mano sobre la cabeza y palpó su calva más tersa que nunca. A mi edad, se dijo, apenas se puede creer.

El Teatro María Guerrero ofrecía en su programa cinematográfico para el martes veinticinco, El Dios Grande, una historia sobre el ejército constitucionalista, Ésta ya la vimos dos veces, dijo Navarrete, mejor vamos a caminar por allí. La tomó del brazo sin esperar respuesta, se sentía tranquilo escuchando la música de un organillo y viendo los algodones de azúcar moviéndose al parejo con las diminutas olas del lago. Caminaron los dos metiéndose uno en las costillas del otro, Navarrete se sintió difuso y al mismo tiempo entero, con un pensamiento escondido que le gritaba en silencio, Cuando le vas a hacer el amor, pero al coronel de las fuerzas oficiales no le gustaban las cosas fáciles. Mientras más difícil se volvía el cortejo, más sublime le parecía, Me tienes loco, Nacorina, le dijo, abreviando su nombre en un tono lúdico, la besó en los labios, a un lado se escuchó el cuchicheo de quienes se movían sobre las raíces sepultadas en las laderas, Vénte conmigo, No puedo, ya te dije. Ella sacó medio cuerpo entre los brazos del soldado, mi tía me quiere para el Cónsul, No lo puedo creer, ese pobre diablo, y después de una rápida reflexión, concluyó, Yo hablaré con tu tía, conmigo no te faltará nada, dijo con aire de suficiencia, espérate que veas la hacienda y te vas a ir para atrás, es un caserón rodeado de tierras fértiles donde crece todo, hasta las semillas que avientas cuando comes frutas, el aire tiene un aroma a monte, y las estrellas en la noche son bien brillantes, relampaguean tan cerca de uno que parecen luciérnagas.

Ese día Augusto Navarrete revisó su uniforme, quería asegurarse que estuviera impecable, se untó agua de lavanda en la cara y se puso el kepí antes de salir a enfrentarse con su más temible adversario, madame Zola.
Si, señora, le dijo, Vengo a decirle que quiero a Nacorina, El nombre de mi sobrina es Ana Corina, señor, corrigió Zola, y continuó, Supongo que usted tiene intenciones serias, señor, preguntó ella, Navarrete, dijo él, Augusto Navarrete para servirle.
Madame Zola examinó al oficial, zapatos lustrados, uñas bien cortadas. Se repuso a un sentimiento ácido, acomodó sus nalgas en el sillón buscando estar más cómoda, Mire, señor Navarrete, como usted sabe, la ambición de cualquier joven de diez y nueve años es llegar a formar una familia. De pronto Zola se fatigó de darle tantas vueltas al asunto y resumió, Mi sobrina está como para que se casen con ella, no para andar jugando. Luego añadió en un tono más tranquilo, Supongo que su visita es para pedir su mano. Verá, tengo una hacienda en el norte, es muy bonita, con muchos jardines y buena tierra, explicó Navarrete en un tono conciliador, Se ha equivocado, señor, dijo resuelta, mi sobrina no sale de aquí si no es para casarse.

El militar se dio cuenta de que la discusión iba en círculos y quiso finalizarla con un jaque mate, Pues me casaré con ella, por eso no se preocupe. Para cuándo tiene planeada usted la boda, preguntó Zola suspirando, Todavía no hemos puesto la fecha, pero eso sí, va a ser en La Higuera, en mi propiedad, señora, en el norte. Zola abrió mucho los ojos y dijo asustada, No, señor, mi sobrina se casará aquí, No, señora, se casará en mi hacienda, No, señor, aquí. La cordial conversación se había convertido en un altercado de compadres. En ese momento, Ana Corina intuyó que sería bueno entrar a la sala, Ah, Nacorina, dijo Navarrete fingiendo sorpresa, Que sea ella la que decida.

La joven estimó que estaba en un aprieto porque no era su costumbre contradecir a la tía, pero sabía que Zola tenía la capacidad de leerle el pensamiento y de hacer un escándalo del tamaño del universo en caso de descubrir alguna treta mañosa, Sí, tía, le dijo con tono apacible, nos casaremos en La Higuera, tú estarás conmigo ese día, verdad, le dijo poniéndole una mano sobre el hombro, mirándola a los ojos con un aire de desamparo que Zola conocía muy bien y le molestaba.

Una escalera de caracol subía hasta la azotea, donde una jaula con palomas y pichones sobresalía entre las crestas. Uno, dos, tres peldaños más y el aleteo súbito de las aves estallaba tras las mallas. Desde lo alto, se podía contemplar las ventanas de los edificios de gobierno y las cúpulas de las iglesias, los caminos empedrados y las ramas de los árboles moviéndose con el viento. Más a lo lejos, los picos de los cerros rascaban el cielo y las montañas encapuchadas con un blanco de nieve cubrían generosamente el horizonte. De pronto, la voz cavernosa de la tía se escuchó desde abajo, Ana, no se te olvide limpiarle la caca a los animales.

La mañana del 3 de septiembre Zola caminó con una pesadez nueva. No se quitó la bata de dormir, había entrado en los años de las manías y le molestó que el periódico se hubiera retrasado por más de una hora. Se dio cuenta de eso cuando entró a la cocina buscándolo, pensando que Lupi se lo tendría listo con el café, como de costumbre. Caminó por el pequeño jardín arrastrando las orillas de la bata, mojándolas en los charcos del adoquín. Se metió a la cocina por la puerta de servicio y después de quejarse iracunda por no haber encontrado el periódico, ya cansada, se fue a la sala y se sentó en la parte más blanda de un sofá que había sobrevivido los desastres del tiempo. El mundo la atosigaba en ese momento. Creyó que todas las fuerzas del universo estaban en su contra. No solamente le dolía el cuerpo, sino también el alma, y por si fuera poco vivía mortificada por su negocio. Cuando por fin el periódico llegó a sus manos, leyó con una avidez obsesiva, Aprueban legisladores nuevas leyes, el corazón le dio un vuelco, apretó con los sudorosos dedos el papel impreso, Nuevas leyes, nuevo, qué puede ser nuevo, se preguntó airosa, en este mundo donde ya todo se desmorona de viejo, el vejete propone, dios dispone, nuevas leyes, reglamentos, cierre de empresas, se van los extranjeros, se cierran los antros, qué más pasará, con un demonio. Caminó rumbo a su habitación, la bata arrastraba sus orillas negras, abrió la puerta con un gesto de derrota y se acercó a la mesita de las fotografías suspirando profundamente.

Desde que había muerto Rosa tenía prendida una veladora. Consideró que su hermana era como un ángel al que se le podía rezar y pedir favores, Ay Rosa, dijo, no vas a negar que cumplo con mi deber, hermanita chula, en brazos de Dios estés, miratuhija lo crecida que se ha puesto y lo guapa que está. Lejos de ser una carga, ha sido una bendición, y tú lo sabes bien que lo que hago con ella es por su propio bien, espero que no me lo tomes a mal, hermanita del alma que en la gloria de Dios estés.

Ese día, madame Zola se levantó con el primer cantar de gallos porque no podía dormir pensando en el futuro de su sobrina y de su negocio, dos cosas que ella había unido y ahora parecían tomar caminos diferentes, Podrás despedirte del Cónsul, ordenó, Sí, tía, A lo mejor quiere venir a comer con nosotras mañana, propuso, le diré a Lupi que nos haga la barbacoa que a él le gusta tanto.

Durante la comida, Hudson apenas probó bocado. Traía el alma agitada por mil emociones, era como estar flotando sobre las olas del Atlántico. En una noche de tormenta y deriva, no veía asidero alguno y el horizonte estaba negro. El tapiz de la casa le daba un aire americano al comedor, Hudson debía sentirse feliz en ese momento, pero la distancia entre ellos lo lastimaba. La había visto reír, mirar a otros hombres y le dolía que esa alegría y ese deseo fueran para otros, le lastimaban las limosnas dulces, el quedar bien, él lo sabía, Ana Corina cumplía con la voluntad de Zola, qué hacía esa mujer con esta muchacha, qué hacía él en esa casa. Se sintió humillado, pero su orgullo le impidió mostrar cualquier esbozo de tristeza. Levantó la copa y dijo, Brindemos por su felicidad, Ana. Ella lo miró extrañada, a qué felicidad se refiere, Sé que anda con el coronel Navarrete, no me mire con ese asombro, tengo acceso a cualquier tipo de información, ese es mi trabajo, muchas veces me entero de las cosas antes que nadie.
Ella estaba petrificada y sorprendida, y el Cónsul retomó, El coronel es joven y apuesto, y me imagino que también debe ser valiente.

El silencio de Ana Corina lo lastimó. Con la cara mojada por el sudor y los lentes empañados, dijo, Si, señores y señoras, no hay felicidad más exquisita que la del amor. Y ella replicó en tono de súplica, Queremos casarnos, hablamos ya con mi tía, ella aceptó.
Fue demoledor. Sintió que le aventaban un cubetazo de agua fría. Así debió ser, dijo, ella no podía haber hecho una cosa contraria a su voluntad, si acaso su deseo es ese, de casarse.
No había más que hablar, en ese momento sus ojos se anegaron tras los lentes, su mano, crispada en torno a la copa, tembló, así lo denunció el vino moviéndose trémulo a través del cristal. Ella vio al hombre más diminuto que antes, nunca se había sentido tan lejos de él. El fonógrafo se quedó mudo, ella no intentó acercarse ni un centímetro a esa alma perdida que ya naufragaba en el sumidero del amor. Sus ojos se refugiaron en el mantel, esperando en silencio a que pasara cualquier cosa.

Hudson asentó la copa en la mesa, se acercó a ella y la abrazó. Ella descansó la cabeza por un buen rato en ese hombro, hasta que el pecho de él, agolpado por mil emociones, se apaciguó con el silencio.
Hudson no quería decir ni escuchar nada, guardó sus cigarros en el bolsillo, se levantó de la mesa, agarró su bombín y salió.

Ana Corina subió a la azotea y liberó a las aves cuando Hudson cruzaba la calle. El tráfico era horrible a esa hora del día, cuando todo mundo sale a hacer cualquier cosa. Las aves volaron haciendo círculos en el cielo, sobre las cresterías de la ciudad, ella las liberaba con un gesto de diligencia, como si fuera eso parte de su rutina. Hudson sintió el vértigo de una felicidad nueva. El ruido de la calle se había aplacado por un instante. De repente un bocinazo cimbró sus oídos, los ojos de Ana Corina le fascinaron, de lejos se veían como dos cáscaras de nuez alumbradas por la intermitencia de un faro que, desde la orilla, dirige al que se ha quedado sin rumbo, Oiga fíjese por dónde va, oyó que le gritaron desde el carro, pero él estaba subyugado por una visión que derramaba alas, que ascendía en círculos, desde donde la luz fragmentada en mil hilos le hacían fruncir el seño y buscar esos ojos, aquellos que, mientras todo ascendía, bajaban para tocarlo de una manera milagrosa y única.