miércoles, 21 de marzo de 2007

ENRQUETA Y EL GENERAL

La mujer de al lado se llama Enriqueta Martínez López. Es la hija más joven del general Cástulo Martínez de la Fuente, quien peleó con las huestes de Álvaro Obregón en 1915 derrotando a Francisco Villa en Celaya.
Todos en este vecindario respetan a Enriqueta porque se sabe que pertenece a una familia notable. Su casa está ubicada en una de las esquinas donde el busto del General escupe destellos negros en un mediodía llameante. Al pasar por allí la gente le rinde homenaje con una inclinación leve de cabeza, y de vez en cuando alguien le pone una flor sobre la pequeña loza de mármol donde está asentada la figura de bronce.
Este es uno de los barrios más antiguos de la ciudad, escondido en una madeja de hilos viales. Las casas tienen algunos muros carcomidos por el tiempo. Se puede percibir el perfume de los jazmines en los patios bien cuidados, la candidez plácida que tienen sus pérgolas y el agua borbotando de sus fuentes.La mansedumbre de las fachadas contrasta con la gran agitación que experimenta Enriqueta dentro de su casa. Se pasa las noches sin dormir porque tiene miedo a quedarse muerta en el sueño. Pero el temor que la atormenta no es el de morir precisamente, sino la morbidez que tendría que experimentar una vez que ha dejado de respirar, la descomposición blanda de su cuerpo, el palpar una soledad absoluta, sin tiempo, dentro de unas paredes mudas; el ser incapaz de proferir ningún nombre, de exigir la presencia de ningún criado, de mirar a través de la ventana para llamar la atención del primero que pase y voltee a venerar a su padre.
Por eso ella no duerme.Enriqueta se levanta por las mañanas aunque, en realidad, ha estado de pie toda la noche, y pasea por los rincones de la casa. Va a la cocina y se sirve leche en un vaso pero el lácteo se cuaja en un abrir y cerrar de ojos y ella decide vertir todo en un trasto y dejarlo en el piso para que el gato se lo tome.
Pretende regresar a su cuarto con la determinación de dormir. Sí. Esta vez sí dormirá, y para ello tiene que pasar por el corredor, un largo galerón cuyos muros están cubiertos con fotografías en sepia: sus padres al momento de casarse, su madre cargándola en brazos, ella misma con un sombrero almidonado sobre la cabeza, sentada en las piernas del General; y la foto donde está cumpliendo quince años, con los cachetes inflados al momento de apagar las velitas insertadas en un pastel.
Sus pasos son frágiles. Camina a lo largo de corredor prendiendo y apagando focos. Se levanta el camisón porque no quiere tropezarse y caer de bruces sobre la escalera cuando sube al segundo piso. Escucha que el gato ha llegado maullando, atraído por el olor cuajado de la leche. El silencio es tal que se escuchan las pisadas del felino. Carece de unos ojos para ver pero su cuerpo se desliza con pulcritud y precisión, y parece aprobar, en la oscuridad, el ambiente de polvo y telarañas que cubren las esquinas.
Enriqueta recuerda cuando escuchó el último maullido de un gato. Fue hace ya mucho tiempo, cuando su padre en un acto senil, pensó que el animal era el enemigo en trinchera. Con sus pasos de calaca viva, el viejo fue por el revólver que guardaba en un cajón agrietado y al regresar a donde estaba el gato le apuntó con una azarosa puntería, echó un alarido de guerra: "¡Viva Obregón!" y con un cañonazo de revólver, le destrozó la cabeza al felino. El viejo quedó temblando con una exultación triunfal, y no se movía por más que los criados le empujaban hacia su habitación, hasta que Enriqueta llegó y con una voz que no admitía réplica, le dijo: "ya está mi General, ahora váyase a rendir cuentas".
Casi al terminar el pasillo, la foto más cautivadora es la de una mujer de piel blanca y boca chiquita, con un cierto parecido a Enriqueta pero con más sencillez en su porte. Trae un vestido de manga larga, de seda amarillenta y grisácea que remata en unos encajes en el cuello. Su pecho está abotonado escrupulosamente, y el cabello recogido en un molote. Esa es doña Enedina López de Martínez, su madre. Enriqueta recuerda haber escuchado su voz tan nítida como el sonar de las campanas de la iglesia, o como el chapoteo del agua cayendo en chorros de la fuente. Conforme Enedina López fue envejeciendo su hablar se tornó quebradizo y chillón. La última vez que Enriqueta la escuchó fue sólo para oírle suplicar: "vete de esta casa, mi niña, no te sacrifiques..." Sus ojos son lo único que brilla en la foto de papel mate, y sus manos unidas conservan la fina dignidad sumisa que siempre la acompañó.
Fueron sueños los que le hicieron volver a una realidad fragmentada en cristales invisibles. Era verdad o se lo imaginaba, que estaba todavía en esa casa después de haber pasado tanto tiempo, sin dormir... Los entornos parecen inmutables: la ventana enrejada, el zaguán oxidado, el arco que da a la puerta principal y el pequeño caminito donde los pies comunes truenan sobre la grava hasta llegar a donde se encuentra la figura del general Martínez, un hombre respetado en público pero temido en la oscuridad de la alcoba; y, objeto de una burla discreta en la intimidad del hogar.
Al subir la escalera y tras revisar los rostros de la familia, Enriqueta regresa a su habitación donde tratará una vez más de acomodar las almohadas para dormir. La luz del amanecer rebota en los cristales de la ventana. Ha decidido que un poco más de tiempo frente al ventanal no le hará mal, puesto que pronto empezará el desfile de gente que le rendirá homenaje a su padre.
El gato ha terminado de tomar la leche en la cocina y sale rozando su cuerpo entre los marcos de la puerta que da al jardín.Empieza la bullaranga en la calle; son muchos rostros distintos -empero- tienen algo en común: caminan deprisa y voltean todos a mirar la figura del General. Conocen su historia. Lo conocen a él como un hombre público, un héroe. Su familia quedó en el olvido. Sólo Enriqueta parece existir, a veces, cuando se le ve frente a la ventana vestida con un camisón de dormir, tratando de no morirse, haciendo que el tiempo le alcance para posarse frente al cristal. No da entrevistas ni habla con nadie. Sólo los criados pueden verla.
La última vez que ellos abrieron la puerta de su habitación la encontraron muerta con los ojos abiertos, mirando al general a través de la ventana.La casa fue metiéndose en el sopor de muchos días que parecieron siglos, insertada en una sección de la ciudad que se convirtió en el centro. La maleza invadió los jardines. Las raíces de la hiedra y las higuerillas rompieron los cimientos de los muros que dan hacia la cocina. El pasamanos de la escalera se resquebrajó por la aridez del aire encerrado.
Afuera, en medio de un bullicio de ciudad en crecimiento, las palomas en pleno vuelo cagan sobre la cabeza del general.La mujer de al lado, Enriqueta, sigue allí, frente a la ventana. Desde aquí se ve un encender y apagar de luces. Algunas noches, por más que el silencio aplaque cualquier ruido, es posible escuchar sus pasos recorriendo los pasillos y el maullido de un gato sin cabeza buscado leche.

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