lunes, 26 de marzo de 2007

El castigo de Fidencio

marzo 04, 2007



Historias Mexicanas
Por Avelina Rojas
Bajo la luz de la lumbre, la cara de Findencio era la de un maldito. Estaba alerta aun durmiendo, y cuando sonreía uno no sabía si se estaba burlando o si deveras estaba contento. Yo podía darme cuenta cuánto gozaba al enfriar al enemigo, tirotearlo frente a un paredón o colgarlo bajo las ramas de un árbol y eso me enojaba un poco.
Por orden de mi general Raygoza llegamos a Los Huizaches, una hacienda que daba miedo por estar maldita. Desde lejos no vimos ni un alma y llegamos a paso tranquilo, pero algo me decía que las cosas no estaban bien, de esa hacienda nunca salía nada bueno y mi corazonada se cumplió.
Andébamos buscando comida y los animales estaban muertos. Don Matías Rodríguez dicen que dijo, Son míos y no lo serán de nadien más y fue matándolos uno a uno, de un balazo en la cabeza. Eso debió haber pasado hace días, pues el aire cargaba el tufo podrido de los corrales y las moscas nos acompañaron desde de la entrada. Ese don Matías era uno de esos que le teníamos ganas, pero por orden del general Raygoza nunca lo tocamos, usté sabe que lo que dice mi general es ley, sí señor.
Pero esa tarde recibimos la istrusión de atacar Los Huizaches y no sabe usté el gusto que le dio a la tropa, especialmente a Fidencio Santos, quien había sido peón de don Matías.A Fidencio le gustaba estar azuzando a las criadas y una vez que don Matías lo sorprendió besando a Linda Azucena en el porche le dio un cachazo de rifle en la cara y le gritó, Óyetelo de una vez, todo lo que hay aquí es mío y ningún tarugo como tú va a venir a quitármelo. Fidencio salió huyendo espantado como una gallina. Don Matías se llevaba la mira del rifle al ojo y ponía en su cara la mueca con la que lo iba a matar.
Fidencio ya no es el mesmo desde que atacamos Los Huizaches. Si le dijera que nomás cumplíamos órdenes, a lo mejor, o a lo peor se nos pasó la mano porque nos tiramos a la carga sin darnos cuenta de que lo único vivo que había en las habitaciones eran las criadas y sus hijos. Matías Rodríguez y su familia se habían largado ya. Se llevaron sus tesoros y dejaron una matazón de reses imposible de enterrar pues eran muchas y la tropa estaba cansada, así que tuvimos que apilarlas y prenderles fuego. Pero antes de eso, lanzamos un cañonazo a la torre de la capilla, y como no le atinamos bien, cayó sobre los techos de los galpones, Ah, cómo serán de bestias, dijo mi general. Rodeamos la hacienda y entramos a las habitaciones echando bala. Cuando nos dimos cuenta pos ya estaba muerta la muchachita.
Una de las sirvientas, a la que Fidencio luego reconoció como Linda Azucena tenía a la niña abrazada, qué cuerpecito tan inocente, la sangre se le estaba secando y había una nube de moscas que revoloteaba encima de la cabeza, era un bulto con dos piernas que se balanceaban al momento que la madre se movía saltando como una bestia, con los ojos relampagueantes, el pelo pegado a la cara, corriendo de un lado a otro sin hallar por dónde irse. De pronto se detuvo frente a nosotros, nos miró fijamente y caminó sin miedo.Con esa mirada hosca la mujer le dijo a Fidencio, Era tu hija.
A Fidencio, el más desalmado de la tropa, se le apagó el habla, se le doblaron las rodillas y se le arqueó la espalda por primera vez, ansina nunca habíamos visto a Fidencio, por ésta. Le ayudamos a dar santa sepultura a la criaturita en los terrenos de la capilla. Se quedó viendo el cuerpecito por un buen rato de una manera en que no nos animábamos a decir nada, después no dejaba de llorar. Veíamos cómo Linda Azucena lo insultaba y él solamente agachaba la cabeza y se hacía más y más chiquito.
Ella agarró una tranca y empezó a golpearlo y a él le dolía, pero se dejaba, arrodillado, con los brazos sobre la cabeza tratando de protegerse, de golpe en golpe levantando la vista, como si llegara a un altar a pedir perdón. Nosotros nada más miramos, porque a veces el dolor sólo pertenece a los dueños y no se puede adentrar a él como si fuera de uno, así nomás, no señor. Después de un rato tuvimos que apaciguar a Linda Azucena porque si no, allí mesmo lo mata.Esa fue la única vez que asaltamos una hacienda sin llevarnos nada.
Allí mesmito le dijimos a las criadas que se quedaran con la tierra, que la labraran, que durmieran en esas camas doradas y sábanas blancas, que se sentaran a la mesa del comedor de los amos y supieran, por primera vez, lo que es comer como ricos. Pero no quisieron quedarse, tuvieron miedo que los federales vinieran y les tronaran también los rifles en la cara, y además hacer todo lo que los amos hacen no es el placer de los pobres, la verdá. Así que prefirieron unirse a la tropa, todas, menos Linda Azucena, la mujer que apaleó a Fidencio. Ella se quedó en Los Huizaches, sola y con su alma, y ya no la volvimos a ver.
Desde esa vez Fidencio ya no fue el mesmo. No hablaba, casi, ni limpiaba su rifle ni sus polainas. No dormía, dizque para hacer guardia, pero de por sí, ya no podía conciliar el sueño, y cuando esa noche nos atacaron, sus manos temblaron al momento de agarrar su sombrero.
Él fue el primero en irse a galope, se pudo ver las ancas de su caballo y el fuego que salía de las armas, iba disparando a ambos lados porque la hilera de federales ya lo cercaba y se le echaba encima.
Si no hubiera sido por los gritos de Fidencio que alertó a toda la tropa, los federales nos hubieran enfriado a todos. Fidencio se nos perdió de vista detrasito de la hilera de tierra que levantó su caballo. Nomás miramos las lumbreras de los pistolazos cayendo en un mesmo punto allá a lo lejos y el brillo de las polainas de Fidencio perdiéndose en una de las esquinas de una noche sin luna. Fue un encontrón disparejo. Fidencio seguía galopando bajo el reguero de balas. Su caballo cayó y él rodó por la arena del estero seco. Lueguito se levantó y siguió disparando. Su cuerpo se veía como el tronco de un árbol que rueda.
Luego no vimos nada. Desapareció tras las pezuñas de los caballos. Pero estoy seguro que él seguía disparando. En la oscuridad de la noche, el fuego salía de un punto, entre las espinas del monte. Cuando enterramos a Fidencio tenía la boca torcida. Muchos dijeron que era una mueca maldita. Yo creo que era una sonrisa, la que tiene un desgraciado cuando ha penitenciado su culpa y empieza a ver las estrellas del cielo que brillan para él solo.

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