sábado, 10 de marzo de 2007

LA HIGUERA

Narrativa

A John Reed, Fernando Benítez y a John Kenneth Turner.

Las pupilas de la anciana, bañadas con una sombra gris, se sumergen bajo los pliegues de los párpados. A cierta hora del día la vieja se levanta, camina con la tirantez de la artritis a la ventana y le pide al indígena yaqui que la siente en la mecedora. Allí ella se quedará inmóvil sin quejarse de los gases tóxicos ni del tráfico infame. Después abrirá los ojos, mirará al silencioso Nacho Bajeca y musitará, como si rezara, Animales de pelaje negro, flores con pétalos anaranjados, minerales rojos, pieles oscuras y blancas, afuera está la locomotora, no la ves, le pregunta a Bajeca, y él sin consentir ni disentir, la mira con un gesto apacible. Ella no espera respuesta alguna porque está acostumbrada al silencio de su acompañante y continúa en forma de letanía, Allí viene el tren, con su faro de luz comiéndose las vías a su paso, estaciones y terrazas pasan por la ventana, ay, esos hombres soldaditos de trapo dónde se habrán ido esas almas.

En la cocina las cazuelas cuelgan de la pared y las ocho sillas del comedor acompañan un pichel vacío. La humedad se ha comido las columnas y una parte del techo está a punto de colapsar sostenido apenas por unas torcidas vigas.

Los muebles del despacho del general Navarrete han estado cubiertos y unos tablones sellan las ventanas. De una esquina lóbrega sale un murciélago aleteando con vigor. El polvo se sedimenta sobre los muebles creando un ambiente de soledad. En el patio el agua estancada ha gestado lirios y el tejado se ha cubierto invadido por las ramas acuáticas.

Limones ha crecido y la hacienda, rodeada por los faldones del valle, se mantiene al margen de la modernidad. A un costado de la casona el estallido de mil voces infantiles mantiene las mañanas en vilo hasta que la escuela se cierra al último toque de una campanilla. Hay carros que circulan con un alarido de corneta acatarrada, tiendas departamentales, pequeña fondas para los trabajadores de turno. Paralela a una de las avenidas un ingenio azucarero agoniza abandonado, en un lomerío de hojalata y herrajes.

Ana Corina Lugo quiso quedarse aquí el resto de sus días.
Allá atrasito de las lomas ya no hay nada. Los sembradíos de garbanzo y las lejanas colinas se convirtieron en empedrados y edificios grandes. Desapareció el tren que una vez trajo a Ana Corina a estos parajes. Existió el tiempo en que el capitán Navarrete le sobaba la cabeza y le apretaba la nuca. Ella se dejaba llevar por la mano que la jalaba y eso le hacía sentir como una mosca que cae en un vaso de agua por accidente.

Por esos días nunca se lo hubiera cuestionado. Lo esperaría contra tiempo y ventisca, aun en las horas en que sentía odiarlo. Al pasar los meses y no tener noticias, esperaba el momento íntimo para reclamarle, ese tiempo dedicado a ella en que se pudieran extrovertir la furia y el deseo acumulados. Lo extrañaba y, al mismo tiempo, trataba de separarse de la mano que la jala y le frota la nuca.

Es la primera vez que Ana Corina Lugo está en el salón y se entretiene escuchando la música. El gordo pianista se ha puesto el mismo traje percudido de siempre y la papada le cuelga sobre el cuello de la camisa. Su expresión se ha vuelto solemne al tocar Las Noches Sin Ti, y, en su arrobo, su expresión es la de un mártir pensando en algo amado y distante.

Ella se pregunta si realmente el pianista se siente triste, si estará mirando el resplandor de los faroles estrellándose contra la calle, las banquetas y las cornisas sin un alma, sin tranvías, ni mulas. Sin coches, ni perros. Sin gente, ni cacas.

Así estaba el pianista, arrobado. A una mirada de la dueña cambió de ritmo. Sus manos brincaron sobre las notas, cabalgando con furor sobre una melodía que había aprendido en Nueva Orleans, en una tarde de cantos negros, cuando se entregaba al alcohol y a la soledad. Noche, música y soledad eran sus únicas pertenencias.

Los rincones alumbrados por los quinqués despiden una luz ambarina revelando los perfiles de los rostros. Los ojos con las horas se van envileciendo en marismas de alcohol. Allá está ella, muchacha lozana, apenas cruzando la frontera que separa la niñez de la adolescencia, con ese aire lánguido, desamparado, mirando al pianista, porque posar los ojos en otra cosa le causaría vergüenza. Estamos hablando de un alma ajena a los placeres mundanos, cuya única malicia es querer hacer lo que hacen las demás mujeres con quien ha crecido.

Sin embargo, ahora que está allí prefiere mirar al pianista, ver esas manos que recorren el teclado como mariposas en vuelo y la transportan a otro lugar, cuyo nombre se asemeja al movimiento ondulante de las aguas del lago. Finalmente en ese salón donde impera el vicio, Nuevo Orleáns es el único lugar donde ella se siente a salvo.
Al pianista se le humedecen los ojos cuando toca. Afuera, las gotas de lluvia caen con fuerza sobre los toldos y hacen un ruido grosero, mientras que la música teje en alrededor de Fandel Ortega un halo de nostalgia.

Por acá están los dos caballeros vestidos con sus finas galas, con las uñas limpias y los zapatos relampagueantes. Los dos suelen jalarse el bigote, un acto que está de moda entre los hombres fuertes del ejército. El coronel Augusto Navarrete, asombrado, exclama, Qué hace ese bombón en este burdel, Ah, ella, dijo Méndez, Ana Corina, intocable, es la sobrina de Zola, ni te emociones.

Buenas noches, Madame, dijo Navarrete, gracias por la invitación, Es un honor, caballeros, contestó Zola, ya saben que siempre serán bienvenidos, qué van a tomar, De seguro que tienen un buen tequila, mencionó Méndez con tono irónico, El mejor, caballeros, afirmó la Madame y aplaudió con delicadeza para llamar la atención del cantinero.

El cónsul inglés, cruzó el salón con un ligero temblor en las rodillas, a sus años, con esa seriedad que cargaba como si fuera un bulto de cemento. Se detuvo para limpiar el cristal de sus lentes. Dudó un segundo. No quería ponérselos de nuevo y parecer más serio de lo que ya se consideraba. Sin los lentes sus ojos estaban al desamparo, tristes y, cosa peor, cegatones, Es un placer, señorita, madame Zola me ha hablado mucho de usted.

Ana Corina alzó la mirada, Un placer conocerlo, dijo y le dio la mano, él la recibió con agrado, era una mano menuda, relajada, El placer es mío, señorita, los dos ojos se encontraron, pero ella no pudo soportar la intensidad de esa mirada que se despojaba de timidez y le caía encima como águila cazadora. El pianista había terminado su ronda, puso a funcionar un fonógrafo y le ordenó al cantinero un vaso de whisky.

En la noche, tras el cerro de matorrales tiesos las luciérnagas vuelan fosforescentes. Se juntan en pleno vuelo formando una silueta humana que más bien parece un fantasma aproximándose al camino. La nube rutilante se disemina en el aire, sobre los abrojos, dejando una sensación de quietud y magia. Hay un olor a yerbabuena que sale de los mechones roñosos de la vereda, la niña Ana Corina va a escondidas, caminando por un sendero áspero de matorrales, parece volar al ras del suelo, No te quejes nunca, le habían dicho, la tierra es húmeda y fresca. La tierra, en su totalidad, es la casa del indio.

Un día, cuando afuera todo estaba gris y la bruma caía con su capa húmeda sobre las techumbres, se escuchó el ruido que hacen las ramas cuando alguien las atraviesa, chasquidos de hojas y tallos torcidos. Los cascos del animal se clavaron en el terreno blando dejando una hilera de huellas. La madre se asomó por la ventana para divisar al hombre marcharse, y ya la sombra se alejaba tras los árboles, balanceándose sobre el lomo del animal que trotaba por las orillas blancas del camino.

Lo vio acomodarse el sombrero, persignarse. El esposo de Rosa, padre de la niña, se jaló las puntas del bigote, como solía hacerlo cada vez que quería darse valor, que no falle el viejo máuser, ni que la mula se acalambre a la hora de la hora. Luego se escuchó el cantar de los gallos y el cacarear de las ponedoras.
La niña, Ana Corina cuando jugó más tarde por la vereda vio las huellas del animal y se sintió triste.
Cuántos días esperó Rosita. Abrió la puerta desvencijada al oír el trote de un equino por el camino, y la niña preguntó a la madre, Cuándo va a venir, y Rosita dijo, Ese tu padre se acordará alguna vez que tiene familia. A lo que la niña respondió, Extraño mucho a la mula.

Rosita lavaba la ropa en las márgenes del río, hincada sobre los vados apacibles y solitarios, absorta, observando las corrientes que traían toda la mugre de otros pueblos. Un día ella abandonó sin vacilaciones el montón de ropa que tenía apilada. Corrió hacia la casa y se enfrentó a un jinete quien, junto a la puerta, maniobraba las riendas para contener los bríos de su caballo.
El soldado saludó brevemente y le entregó un sobre lacrado con los sellos del gobierno, Y esto qué es, preguntó ella cuando extendió el brazo. El gesto del soldado era incuestionable, jalaba las bridas de su caballo mientras saludaba a la usanza militar, Es de la Federación, señora, tómelo usted, Pero dígame qué ha pasado con mi señor, suplicó ella. El soldado no respondió. Entregó la carta, se montó y espoleó al animal alejándose por el camino arenoso del río.

El documento era extenso, un legajo de condolencias, palabras incomprensibles para la analfabeta Rosita, quien no tuvo que leerlo para saber de lo que se trataba, el silencio del mensajero y el tiempo que transcurrió le hicieron entender la suerte de su marido. Enrolló la carta y la metió en la hornilla para el fuego, Tu padre murió, dijo con el mismo tono de voz con que anunciaba cuando iba a llover.

Le puso sal a los frijoles, caminó al fondo del patio y aventó los últimos granos de maíz a las dos gallinas que picoteaban el suelo.
Pasó que madame Zola intuía que su negocio estaba en peligro debido a los repentinos cambios de gobierno. Las notificaciones oficiales llegaban todos los días a las puertas y no había tolerancia para nadie, el Presidente se estaba mostrando inflexible, era un tiempo de reglas inquebrantables, leyes recién nacidas, ejecutadas con músculo hercúleo.

Dónde está López, Preguntó el Secretario de Gobierno, No ha llegado, Señor, contestó Urquídez, También estamos esperando a los legisladores, no es cierto, preguntó con malicia, Desde luego, dijo Urquídez, tenemos muy en cuenta que el señor Presidente rechazaría cualquier cosa sin ser aprobada por ellos, Es solamente un requisito de rutina, los congresistas aprobarán cualquier cosa, siempre y cuando venga del Presidente, sin embargo, señor Secretario, la presencia de los legisladores es necesaria, no podemos iniciar nada sin ellos, el Presidente es cuidadoso en tomar consenso, ya sabe usted que en un gobierno democrático es una de las reglas de oro, Claro que sí, aunque no todos están contentos, los rebeldes todavía no dejan las armas por completo, parece que quieren que el país viva muriendo, López ya llegó, permítame usted, y si por mientras quiere un café, tenemos el mejor de Veracruz, por supuesto.

Zola se paseó por la habitación. Había fumado bastante toda la noche, sintió la voz más cavernosa que nunca, la garganta dura y rasposa como una piedra pómez. Por la ventana los ruidos de la calle dormían, la tenue luz de los candiles entraba sesgada y se estrellaba contra el tocador. Tomó otro cigarro de una cajita. Los dedos bien cuidados sujetaron el tabaco y le prendieron lumbre. Los ajados labios presionaron la boquilla y sus ojos se achicaron tras el humo.
Sus pensamientos le tendían un pasaje a un laberinto negro de preocupaciones, estaba indignada con el trato que a últimas fechas estaba recibiendo de los oficiales de alto rango, El Presidente decreta leyes como si estuviera tirando bolo, había escuchado comentar, y después se enteró, por medio de la prensa, que los antros de la ciudad tendrían que cerrar por mandato presidencial, Pero cómo es posible, en qué están pensando, exclamó alarmada. La casa de juegos, objeto de orgullo, representaba la culminación de todos los años de trabajo, no se atreverán.

El dueño de El Piste había contratado a un pianista, a quien no le importaba tocar a cambio de comida y un catre que le dueño le había asignado en la bodega. Había sido un trato injusto para el músico y hubo un momento en que ella sintió que su desprecio por el dueño se había acrecentado. Sin embargo, esa noche Fandel Ortega tocó como el más feliz de los hombres y abarrotó el salón con la alegría de su música.

Las apuestas esa noche se triplicaron. El dueño había invitado a la mitad del pueblo con la promesa de darle la mitad de sus ganancias esa noche en caso de que se aburriera.
El pianista dejó de tocar a la señal del dueño, en el ambiente no se escuchaba nada, ni aun el vuelo de una mosca. Los clientes, excitados por el alcohol, empezaron a apostar y a gritar. La teñida pelirroja se levantó las faldas hasta la cadera, abrió las piernas y dejó caer la primera gota, calculó la distancia y soltó el chorro con que fue llenando la botella. Los clientes enloquecieron en el proceso y en ese momento explotó la música del pianista.

Desde la tarima, Zola lo buscó con la mirada y le preguntó si se sabía Las Noches Sin Ti, él contestó con un rápido giro de manos y tocó la pieza una vez, y otra, sin dejar de mirarla, con una alegría nueva, pensando en que estaría bien invitarla a pasear, comprarle unas flores, un día de éstos, cuando la jornada nos respete y podamos ser gente normal a la luz del sol, pensó. Cuando Zola empezó a darle vueltas a la idea de empezar su negocio propio, sin pensarlo más, tomó sus cosas y se fue a la Ciudad. Buscó a una maestra y aprendió a hablar con corrección. Después se dio cuenta que la elocuencia no sería suficiente y tomó clases para adquirir los modales de la gente adinerada.

A Zona le enfurecía el moralismo que la satanizaba. Había aprendido a repeler las críticas con impresionante lógica, Esta es una casa de juegos, las muchachas no son putas, son cortesanas, escúchenlo bien, repitió, cortesanas, son chicas sanas y corteses, por eso se llaman así, además están entrenadas en diferentes especialidades, saben de masaje, de vinos, de filósofos. No son cualquier mugrajo de la calle, no señor.

A Brian Hudson nada le parecía más gratificante que estar con madame Zola después de las encerronas en su oficina. Cada vez le parecía más insoportable el tener que apaciguar a sus airados paisanos. En esos días el pánico financiero era el tema diario en los periódicos. Los inversionistas extranjeros temían grandes pérdidas. Era una época de transición, él lo sabía, una brecha histórica que no había cerrado sus puertas a la violencia. Se precisaba la adaptación que tienen los gatos a la oscuridad para estar en un lugar cuyo estado de derecho se construía a balazos, y las decisiones fundamentales se tomaban en las cantinas.

Con el general Méndez, por ejemplo, el cónsul Hudson estableció importantes acuerdos en torno a la inversión privada, en el furor grosero de una cantina, apestosa a coliflor rancia y cebollas podridas, No es acaso la industria la base del progreso de un país, preguntó, olvide el campo, General, lo que sacará al país adelante serán las tecnologías, las máquinas, la precisión, la ingeniería, todo eso que tenemos nosotros y que podemos brindarle en cualquier momento, sería imposible para el país pasar a esa modernidad deseada sin la inversión privada, no es así, Generalísimo, interrogó incisivo.

Estando de nuevo en su oficina y temiendo que el general Méndez se hubiera olvidado de todo lo platicado, el Cónsul le llamó por teléfono unos días después para preguntarle si todavía estaban en lo dicho. El General no solamente recordaba los detalles de los acuerdos, también tenía un acta para legalizarlos. Así era de fácil con Méndez.
En cambio, con este viejo nunca se sabe. Unas veces está de buenas y otras mata con el frío glacial de sus ojos y su mano desdeñosa. El Viejo no cede. Sin embargo, sin ser un vicioso como Méndez, tiene el temple duro de los mexicanos en el hacer política, aseveró el Cónsul.

Zola estuvo varios días meditando sobre su nueva situación. De alguna manera tendría que proteger a la muchacha de las calamidades de la vida, pero también pensaba en la resolución que tendría que darle a sus finanzas si no quería verse en la ruina, Mi sobrina no vendrá más a este lugar, le dijo al Cónsul, no es bueno para ella, sin embargo, si usted desea verla otra vez, podrá venir a nuestra casa a comer, además será un honor tenerlo como invitado especial, señor Hudson, Estaré más que encantado, Madame.

En esos días Hudson se encontraba nervioso, con las presiones del trabajo, los salvoconductos y las quejas contra el gobierno. Lord Hamilton había estado en su oficina más de diez veces en los últimos cinco días, consternado por los cambios tan vertiginosos en el país, Sorry to bother you again, but the situation is becoming unbearable, Mr. Hudson, es hora de apretarle las tuercas al gobierno, You are correct, Lord Hamilton, tengo una relatoría de sus posesiones en Veracruz, No son solamente las mías las que están en peligro, señor Cónsul, mal haría Gran Bretaña en velar solamente por mis intereses.
El cónsul Hudson sintió la acidez de este comentario, pero supo conservar la calma limpiando los cristales de sus anteojos, Con mucho gusto hablaré de nuevo con el Presidente, intentaré negociar los porcentajes, lo haré inmediatamente, se lo aseguro, Espero que así sea, señor Hudson, por el bien de todos.

Después de una llamada persuasiva hubo una carta, from the Prime Minister, isn't it, preguntó Hudson al secretario, Yes, Sir, Same message, Same, escuche lo que dice, Le ruego que me mantenga informado de cualquier cambio del gobierno mexicano en cuestión del petróleo que pueda afectar los intereses de los ciudadanos ingleses.

Bien sabe usted que este gobierno hará todo lo posible por mantener a nuestra empresas con la misma operatividad de siempre, mientras el gobierno de México no encuentre inconveniente en ninguno de nuestros acuerdos. Por ello ha sido de gran sorpresa la indiferencia que han mostrado los funcionarios a los problemas de los empresarios ingleses.
Le ruego que tome cartas en el asunto de inmediato.

Apreciamos la valiosa labor que realiza a favor de nuestro país, Thank you.
Esta guerra estúpida nunca se va a acabar, dijo el Cónsul refugiándose en la pila de documentos sobre el escritorio.
Frente al ventanal prendió un Savannah, corrió las cortinas para ver de nuevo las calles de la ciudad, sus grandes avenidas arboladas y el trote de los caballos jalando coches. El conductor de un Ford sonó el claxon frente a un hombre que llevaba una carga de gallinas. Fue tanto el susto que el peatón soltó las aves y éstas volaron espantadas en medio de un cacareo frenético.

Más allá, Hudson avistó un mercado donde los comerciantes indígenas exponían sus frutas y verduras en el suelo, Esto es México, dijo ensimismado, con el rostro apaciguado, cubierto con el humo del cigarro, Una realidad donde todos los mundos caben. Es posible ver un flamante auto alardeando el progreso, y en el mismo instante, una recua de burros cargando cántaros sobre sus lomos, agobiada por los azotes de los arrieros.

Se encaminó a donde Zola con un espíritu rejuvenecido, esperando que Ana Corina estuviese contenta. Estaba consciente de que tras esa capa de maquillaje y joyas había una niña. Con un poco de calma y paciencia, pensó, ella le ofrecería los dulces jugos de la pasión. Por fin vio sus ojos cándidos y sonrientes puestos en el regalo, No se hubiera molestado, le dijo ella con una voz que él consideró tierna.

Hudson esperaba un momento lánguido, en el que sucedieran todas las cosas, incluyendo ese beso que tanto había imaginado. Deseaba que ella le respondiera con la intensidad de un tornado. En cambio, se mostraba como un animal rendido, dispuesto al sacrificio. Tenía la mirada lejana y el alma salvaguardada en algún resquicio del universo. Fue un par de segundos en los que no pasó nada. Ella levantó los ojos con una expresión desconcertada, y él dijo con tono grave, No, así no.

Al fin se despidió con un ligero beso en la mejilla y un afectuoso apretón de manos, buscó su bombín, asió el paraguas y salió sin decir cuándo la vería de nuevo. El caminar por las calles de la ciudad tuvo un efecto mitigante, pasó frente al vibrante mercado preguntándose mil cosas y haciendo otras mil conjeturas. Se sentía ridículo junto a ella. Se pasó la mano sobre la cabeza y palpó su calva más tersa que nunca. A mi edad, se dijo, apenas se puede creer.

El Teatro María Guerrero ofrecía en su programa cinematográfico para el martes veinticinco, El Dios Grande, una historia sobre el ejército constitucionalista, Ésta ya la vimos dos veces, dijo Navarrete, mejor vamos a caminar por allí. La tomó del brazo sin esperar respuesta, se sentía tranquilo escuchando la música de un organillo y viendo los algodones de azúcar moviéndose al parejo con las diminutas olas del lago. Caminaron los dos metiéndose uno en las costillas del otro, Navarrete se sintió difuso y al mismo tiempo entero, con un pensamiento escondido que le gritaba en silencio, Cuando le vas a hacer el amor, pero al coronel de las fuerzas oficiales no le gustaban las cosas fáciles. Mientras más difícil se volvía el cortejo, más sublime le parecía, Me tienes loco, Nacorina, le dijo, abreviando su nombre en un tono lúdico, la besó en los labios, a un lado se escuchó el cuchicheo de quienes se movían sobre las raíces sepultadas en las laderas, Vénte conmigo, No puedo, ya te dije. Ella sacó medio cuerpo entre los brazos del soldado, mi tía me quiere para el Cónsul, No lo puedo creer, ese pobre diablo, y después de una rápida reflexión, concluyó, Yo hablaré con tu tía, conmigo no te faltará nada, dijo con aire de suficiencia, espérate que veas la hacienda y te vas a ir para atrás, es un caserón rodeado de tierras fértiles donde crece todo, hasta las semillas que avientas cuando comes frutas, el aire tiene un aroma a monte, y las estrellas en la noche son bien brillantes, relampaguean tan cerca de uno que parecen luciérnagas.

Ese día Augusto Navarrete revisó su uniforme, quería asegurarse que estuviera impecable, se untó agua de lavanda en la cara y se puso el kepí antes de salir a enfrentarse con su más temible adversario, madame Zola.
Si, señora, le dijo, Vengo a decirle que quiero a Nacorina, El nombre de mi sobrina es Ana Corina, señor, corrigió Zola, y continuó, Supongo que usted tiene intenciones serias, señor, preguntó ella, Navarrete, dijo él, Augusto Navarrete para servirle.
Madame Zola examinó al oficial, zapatos lustrados, uñas bien cortadas. Se repuso a un sentimiento ácido, acomodó sus nalgas en el sillón buscando estar más cómoda, Mire, señor Navarrete, como usted sabe, la ambición de cualquier joven de diez y nueve años es llegar a formar una familia. De pronto Zola se fatigó de darle tantas vueltas al asunto y resumió, Mi sobrina está como para que se casen con ella, no para andar jugando. Luego añadió en un tono más tranquilo, Supongo que su visita es para pedir su mano. Verá, tengo una hacienda en el norte, es muy bonita, con muchos jardines y buena tierra, explicó Navarrete en un tono conciliador, Se ha equivocado, señor, dijo resuelta, mi sobrina no sale de aquí si no es para casarse.

El militar se dio cuenta de que la discusión iba en círculos y quiso finalizarla con un jaque mate, Pues me casaré con ella, por eso no se preocupe. Para cuándo tiene planeada usted la boda, preguntó Zola suspirando, Todavía no hemos puesto la fecha, pero eso sí, va a ser en La Higuera, en mi propiedad, señora, en el norte. Zola abrió mucho los ojos y dijo asustada, No, señor, mi sobrina se casará aquí, No, señora, se casará en mi hacienda, No, señor, aquí. La cordial conversación se había convertido en un altercado de compadres. En ese momento, Ana Corina intuyó que sería bueno entrar a la sala, Ah, Nacorina, dijo Navarrete fingiendo sorpresa, Que sea ella la que decida.

La joven estimó que estaba en un aprieto porque no era su costumbre contradecir a la tía, pero sabía que Zola tenía la capacidad de leerle el pensamiento y de hacer un escándalo del tamaño del universo en caso de descubrir alguna treta mañosa, Sí, tía, le dijo con tono apacible, nos casaremos en La Higuera, tú estarás conmigo ese día, verdad, le dijo poniéndole una mano sobre el hombro, mirándola a los ojos con un aire de desamparo que Zola conocía muy bien y le molestaba.

Una escalera de caracol subía hasta la azotea, donde una jaula con palomas y pichones sobresalía entre las crestas. Uno, dos, tres peldaños más y el aleteo súbito de las aves estallaba tras las mallas. Desde lo alto, se podía contemplar las ventanas de los edificios de gobierno y las cúpulas de las iglesias, los caminos empedrados y las ramas de los árboles moviéndose con el viento. Más a lo lejos, los picos de los cerros rascaban el cielo y las montañas encapuchadas con un blanco de nieve cubrían generosamente el horizonte. De pronto, la voz cavernosa de la tía se escuchó desde abajo, Ana, no se te olvide limpiarle la caca a los animales.

La mañana del 3 de septiembre Zola caminó con una pesadez nueva. No se quitó la bata de dormir, había entrado en los años de las manías y le molestó que el periódico se hubiera retrasado por más de una hora. Se dio cuenta de eso cuando entró a la cocina buscándolo, pensando que Lupi se lo tendría listo con el café, como de costumbre. Caminó por el pequeño jardín arrastrando las orillas de la bata, mojándolas en los charcos del adoquín. Se metió a la cocina por la puerta de servicio y después de quejarse iracunda por no haber encontrado el periódico, ya cansada, se fue a la sala y se sentó en la parte más blanda de un sofá que había sobrevivido los desastres del tiempo. El mundo la atosigaba en ese momento. Creyó que todas las fuerzas del universo estaban en su contra. No solamente le dolía el cuerpo, sino también el alma, y por si fuera poco vivía mortificada por su negocio. Cuando por fin el periódico llegó a sus manos, leyó con una avidez obsesiva, Aprueban legisladores nuevas leyes, el corazón le dio un vuelco, apretó con los sudorosos dedos el papel impreso, Nuevas leyes, nuevo, qué puede ser nuevo, se preguntó airosa, en este mundo donde ya todo se desmorona de viejo, el vejete propone, dios dispone, nuevas leyes, reglamentos, cierre de empresas, se van los extranjeros, se cierran los antros, qué más pasará, con un demonio. Caminó rumbo a su habitación, la bata arrastraba sus orillas negras, abrió la puerta con un gesto de derrota y se acercó a la mesita de las fotografías suspirando profundamente.

Desde que había muerto Rosa tenía prendida una veladora. Consideró que su hermana era como un ángel al que se le podía rezar y pedir favores, Ay Rosa, dijo, no vas a negar que cumplo con mi deber, hermanita chula, en brazos de Dios estés, miratuhija lo crecida que se ha puesto y lo guapa que está. Lejos de ser una carga, ha sido una bendición, y tú lo sabes bien que lo que hago con ella es por su propio bien, espero que no me lo tomes a mal, hermanita del alma que en la gloria de Dios estés.

Ese día, madame Zola se levantó con el primer cantar de gallos porque no podía dormir pensando en el futuro de su sobrina y de su negocio, dos cosas que ella había unido y ahora parecían tomar caminos diferentes, Podrás despedirte del Cónsul, ordenó, Sí, tía, A lo mejor quiere venir a comer con nosotras mañana, propuso, le diré a Lupi que nos haga la barbacoa que a él le gusta tanto.

Durante la comida, Hudson apenas probó bocado. Traía el alma agitada por mil emociones, era como estar flotando sobre las olas del Atlántico. En una noche de tormenta y deriva, no veía asidero alguno y el horizonte estaba negro. El tapiz de la casa le daba un aire americano al comedor, Hudson debía sentirse feliz en ese momento, pero la distancia entre ellos lo lastimaba. La había visto reír, mirar a otros hombres y le dolía que esa alegría y ese deseo fueran para otros, le lastimaban las limosnas dulces, el quedar bien, él lo sabía, Ana Corina cumplía con la voluntad de Zola, qué hacía esa mujer con esta muchacha, qué hacía él en esa casa. Se sintió humillado, pero su orgullo le impidió mostrar cualquier esbozo de tristeza. Levantó la copa y dijo, Brindemos por su felicidad, Ana. Ella lo miró extrañada, a qué felicidad se refiere, Sé que anda con el coronel Navarrete, no me mire con ese asombro, tengo acceso a cualquier tipo de información, ese es mi trabajo, muchas veces me entero de las cosas antes que nadie.
Ella estaba petrificada y sorprendida, y el Cónsul retomó, El coronel es joven y apuesto, y me imagino que también debe ser valiente.

El silencio de Ana Corina lo lastimó. Con la cara mojada por el sudor y los lentes empañados, dijo, Si, señores y señoras, no hay felicidad más exquisita que la del amor. Y ella replicó en tono de súplica, Queremos casarnos, hablamos ya con mi tía, ella aceptó.
Fue demoledor. Sintió que le aventaban un cubetazo de agua fría. Así debió ser, dijo, ella no podía haber hecho una cosa contraria a su voluntad, si acaso su deseo es ese, de casarse.
No había más que hablar, en ese momento sus ojos se anegaron tras los lentes, su mano, crispada en torno a la copa, tembló, así lo denunció el vino moviéndose trémulo a través del cristal. Ella vio al hombre más diminuto que antes, nunca se había sentido tan lejos de él. El fonógrafo se quedó mudo, ella no intentó acercarse ni un centímetro a esa alma perdida que ya naufragaba en el sumidero del amor. Sus ojos se refugiaron en el mantel, esperando en silencio a que pasara cualquier cosa.

Hudson asentó la copa en la mesa, se acercó a ella y la abrazó. Ella descansó la cabeza por un buen rato en ese hombro, hasta que el pecho de él, agolpado por mil emociones, se apaciguó con el silencio.
Hudson no quería decir ni escuchar nada, guardó sus cigarros en el bolsillo, se levantó de la mesa, agarró su bombín y salió.

Ana Corina subió a la azotea y liberó a las aves cuando Hudson cruzaba la calle. El tráfico era horrible a esa hora del día, cuando todo mundo sale a hacer cualquier cosa. Las aves volaron haciendo círculos en el cielo, sobre las cresterías de la ciudad, ella las liberaba con un gesto de diligencia, como si fuera eso parte de su rutina. Hudson sintió el vértigo de una felicidad nueva. El ruido de la calle se había aplacado por un instante. De repente un bocinazo cimbró sus oídos, los ojos de Ana Corina le fascinaron, de lejos se veían como dos cáscaras de nuez alumbradas por la intermitencia de un faro que, desde la orilla, dirige al que se ha quedado sin rumbo, Oiga fíjese por dónde va, oyó que le gritaron desde el carro, pero él estaba subyugado por una visión que derramaba alas, que ascendía en círculos, desde donde la luz fragmentada en mil hilos le hacían fruncir el seño y buscar esos ojos, aquellos que, mientras todo ascendía, bajaban para tocarlo de una manera milagrosa y única.

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