lunes, 26 de marzo de 2007

En la línea de fuego

La destreza de James Douglas lo había convertido en un soldado cotizado, además, era considerado un mercenario profesional, meticuloso en su trabajo. Tenía un instinto gatuno para evadir la muerte, también había aprendido a evitar las dificultades que se suscitaban entre los soldados de la tropa cuando las envidias o la desesperación los hacía pelear entre ellos. En el fondo creía que esa era una guerra absurda, sin embargo concluyó, Eso que diablos me importa, yo con que haga mi trabajo y listo.
En sus ratos de esparcimiento platicaba con un indio yaqui y después en las noches soñaba con regresar a Wisconsin y ver a la novia que le había suplicado hasta el cansancio sentar cabeza, quedarse con ella, buscar un trabajo de ocho a dos y ser el padre de su prole. Tenía planeado buscar a la mujer menudita, hermosa y buena.
Pudo haberse alistado con los federales, como Warwick y Niels lo hicieron, pero le agradó la camaradería de los revolucionarios.Raygoza, al segundo día de conocerlo, lo trató como a un hermano, le golpeó la espalda con afecto y le dijo, Puede usted elegir a sus hombres que quiera, ah, añadió con malicia, también a sus mujeres, faltaba más. Pero no había entre la tropa ninguna que al nuevo soldado le gustara. Enjuntas de tanto moler maíz y chaparras por cargar los cántaros de agua, todas le parecían feas.
Algunas tenían los dientes picados y en otras los pies eran tan anchos como un galeón español, No, dijo, mejor me espero a Winsconsin.Douglas estuvo observando al pequeño yaqui con el que bromeaba y aprendía palabrotas en español. A Douglas le llamó la atención que fuera tan chaparro y tan flaco y que tuviera el suficiente coraje al andar entre la pólvora.
También se fijó que era astuto y podía realizar maniobras peculiares, como pasar, como gelatina, su cuerpo entre rocas, o ayunar durante días viviendo con unos cuantos sorbos de agua, o diferenciar en las yerbas del monte las comestibles, las venenosas y las alucinógenas.
Cuando le preguntó, Cómo te llamas, el indígena levantó los hombros y se quedó viendo al horizonte enmudecido. Un día Douglas le pidió que fuera su ordenanza y lo nombró Billy Hill.El indígena se sintió contento con su nuevo cargo y no le importó que su nuevo jefe el cambiara el nombre.
Estaba dispuesto a mostrar sus aptitudes. Tenía un olfato para encontrar agua en los desiertos y, además, nunca cuestionaba las órdenes que le daban.Douglas dudaba de la eficiencia militar de los soldados de esa tropa.
Hubo eventos que evidenciaron una conducta errática. La rivalidad los hacía pelearse entre ellos y abandonarse mutuamente en pleno campo de batalla sin recordar las reglas y, peor aún, había presenciado escenas en las que en el preciso momento de atacar, aventaban las armas y empezaban a correr como liebres asustadas a través del campo.Después de superar su enojo por tales actitudes, James Douglas se hizo a la idea de que estaba con un ejército improvisado, formado por campesinos, hombres que ayer estuvieron desherbando campos de cultivo y hoy tenían que disparar un arma.La ametralladora de Douglas era de manufactura especializada. Sus cañones estaban apoyados en un pesado trípode que se hundía cuando el terreno, mojado por las lluvias, se volvía fangoso.
Tenía que estar siempre pensando en el punto preciso para instalarse y prevenir las dificultades. Muchas veces las balas se atoraban en el interior y tenía que recoger el arma con la velocidad de un relámpago y buscar otro lugar para seguir disparando, o de plano huir de la zona de combate.
El día de la batalla entre las fuerzas de Raygoza y las de Navarrete estuvo lleno de sorpresas. Las nubes en el cielo del norte amenazaban con lluvia. Douglas no dejaba de otear hacia el horizonte. Estaba seguro de que esas pesadas nubes ocasionarían problemas. A Billy Bill le ponía nervioso el malhumor de su jefe. Sin embargo, estaba erguido y con el pecho duro, como una tabla. La pericia con que su Douglas manejaba el arma y el número de enemigos caídos en cada lapso de cartuchera era impresionante.
El ramillete de balas que la metralleta escupía era capaz de detener el avance de una numerosa tropa y diezmarla considerablemente.Por eso, ese día Billy Bill, a pesar de las injurias de su jefe, se sentía confiado, y hasta orgulloso de estar en esa posición. Nunca se imaginó que las condiciones se tornarían tan adversas que tendría que probarse, una vez más, lo poco que le importaba morir.Douglas, en cambio, estaba cavilando en suspender la acción. Las condiciones del terreno eran totalmente desfavorables y la ejecución sería un desastre. Pero el general Raygoza no tenía intenciones suspender nada, mucho menos por una simple nublazón, por más que Douglas se lo expusiera con frases mutiladas y manotazos al aire, La máquina se atascará con el agua, dijo apuntando al cielo con los dedos, Mire, amiguito Douglas, le respondió Raygoza, cuando tenemos al enemigo enfrente, nosotros le entramos, lluvia o no lluvia.Douglas no recordó haber sentido tanta furia hacia su general.
El nuevo desprecio parecía llevarlo a pensar que Raygoza no tenía la cabeza bien puesta esta vez, que por su culpa, él y muchos formarían parte de las bajas al terminar la batalla. Pensó de nuevo en su novia en Wisconsin y cómo le lloraría al verlo regresar en un ataúd. Se preguntó si su llanto obedecería a la frustración de una boda malograda, o a enfrentarse a un futuro de ausencias.La posición de la ametralladora era una meseta de terreno macizo, recubierto por el caparazón de una piedra gigantesca que estaba semienterrada. Billy Bill había hecho un excelente trabajo.
No solamente había encontrado el lugar adecuado, también camufló la meseta con densos arbustos y ramas secas. Pero las nubes seguían navegando hacia donde estaban ellos y pronto se desplomarían en un cortinaje de lluvia. El fuego empezó a cruzarse y el ejército enemigo arremetió en una estampida violenta sobre sus caballos. De pronto, la lluvia pronosticada se precipitó tupida, densa.
El enemigo ya se venía incontenible, bajo el golpeteo mojado del chaparrón. Douglas y Billy Bill abrieron fuego. El aparato dejó de funcionar y James Douglas maldijo de nuevo, pero esta vez la expresión de su cara denotó que algo muy grave había pasado, El cartucho, dijo, enojado, el maldito cartucho se trabó, Qué día para morir, dijo Billy Bill mirando al cielo con la cara mojada y un parpadeo nervioso. Esperó ansioso las instrucciones de su jefe. Al momento en que Douglas se levantara a correr, él haría lo mismo. Elegiría uno de esos matorrales y se volvería invisible.Douglas de súbito se quitó la gabardina y se la tendió a Billy Bill, se tiró al piso, se arrastró dentro del enjaretado metálico de la maquinaria y dijo, Tápame, y cuando lleguen a unos cincuenta metros me avisas.
Las manos de Douglas se movían nerviosas en la oscuridad. No tenía otro remedio que tratar de destrabar el mecanismo a tientas, lo había hecho muchas veces, pero ahora lo tenía que hacerlo a ciegas, en el oscuro hueco de la gabardina. Destapó el mecanismo y sacó el cartucho quemado y esperó que la voz de su ordenanza le diera la señal, pero no oyó nada más que el galope masivo de la tropa que se acercaba. El silencio le pareció interminable cuando la tierra cimbraba bajo las pezuñas de los animales. Puso el artefacto de nuevo sobre el trípode y en ese momento se imaginó que Billy Bill había echado a correr muerto de miedo por el monte, Son of a bitch, murmuró en el silencio angustioso del hueco de su impermeable.
Creyó que había sido un gravísimo error haber confiado en Billy Bill. Luego, la voz clara y sin matices interrumpió abrupta, Fuego. De un manazo, Douglas echó al lado la gabardina y de su arma salió una desaforada lluvia de balas que derribó al enemigo al momento en que éste cruzaba la franja de los cincuenta metros.
La alegría del triunfo se vio ennegrecida por un pesado desaliento. Billy Bill yacía muerto en el suelo. Su cuerpo aún estaba caliente y salpicado con barro y sangre. Sus ojos quedaron muy abiertos y continuaron así, por más que James Douglas le jaló los párpados para cerrárselos.En un honroso funeral, la tropa dedujo que Billy nunca cerró los ojos para no perder de vista al enemigo.Ahora, el mal humor de Douglas era incontenible.
Le pareció que un manotazo de mala suerte lo había tocado. Era inoportuno que su asistente se muriera cuando todavía juntos tenían caminos por recorrer. Todavía tenían que celebrar la lealtad que ya los unía y que los había salvado. No era tiempo de morir, ahora que le debía una disculpa por haber dudado, qué vergüenza le daba haber menospreciado a ese fakir terregoso, y cómo le haría falta el resto de la contienda.
Lo que después sintió fue algo singular, difícil de entender con la simpleza de la razón. Debió haber sido por la excitación de los sentidos, o el aturdimiento que causa la conmoción de los sucesos. El hecho es que James Douglas escuchó la voz singular de su asistente, le pareció percibir la frase que tanto le repitió cuando se la enseñaba, Güero pendejo.

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